A Mars Bianchi no le gustaban las fiestas.
De hecho, las detestaba. La música siempre le perforaba los tímpanos, el humo del cigarrillo le derretía los pulmones y cada tres segundos se enteraba de que a una chica —en el mejor de los casos— le habían roto el corazón.
Y Mars no bebía tampoco, ni tampoco le daba calada a los cigarrillos de los demás por pura curiosidad ni tampoco bailaba con impotencia las grandes y pesadas piezas de pop contemporáneo que sonaban en los ochentas. Mars Bianchi, en realidad, prefería quedarse en casa, leyendo a Jane Austen, o echándole efusivos vistazos a esa serie de moda que se llamaba Seinfeld (le gustaba ver hasta qué punto alguien podría llegar al ridículo y a lo absurdo), o simplemente sumergiéndose en sus pensamientos, soñando despierta que abrazaba a Leonardo Dicaprio y le daba unos cuantos besos en la mejilla.
No, en definitiva las fiestas eran el arma afilada que apuñalaba su diversión, la mala cara de cómo perder el tiempo.
Ella estaba segura de que realmente no nació para andar en las fiestas. Había sobrevivido a los ataques de ebriedad de su padre y las grandes cantidades de vómito que su madre profería por la boca en aquellas fiestas navideñas, como si fuesen griteríos cargados de histeria, cuando el pescado le revolvía las tripas y la hacían marearse de pronto, y luego llegaba Mars, con su ropa impecable y recién utilizada, cargando con la responsabilidad de limpiar todo a regañadientes, inundándose sin retroceso en el hedor de una comida intrusa que fue expulsada de la peor manera posible.
Y, a pesar de todo eso, era septiembre de 1992 y ella estaba en una fiesta.
Todo fue por culpa de Bianca y su irritante deseo de asistir a la fiesta que un tal Alessandro Giordano estaba organizando. Una escapadilla a los problemas del instituto y a los malos hábitos de estudios, le había dicho ella, con esa sonrisa deslumbrante plantada en el rostro. Sí, claro, el estrés no iba a ganar aquella noche del viernes, y qué mejor que andarse por allí con gente que se desconoce, ¿no? Escuchando a MC Hammer cantar unas cuantas líneas confusas y tratando de ver bien entre el humo de las masivas caladas de cigarrillo. Según Bianca, todo aquello era lo mejor que se podía hacer, y Mars Bianchi no pudo hacer nada más sino ponerse maquillaje y vestirse de lo más lindo, como cuando se iba a tomar la foto para el anuario.
—¡Será divertido! —le dijo Bianca, sonriente—, solo arréglate el pelo y ya está.
Sí, por supuesto, y ya está.
Ahora Mars estaba sentada, incómodamente, en un sofá anticuado, mientras escuchaba al mismísimo MC Hammer cantar en alaridos de excesiva energía, con las personas a su alrededor besuqueándose descaradamente, exhalando alientos de amor y romance por los aires como si de pólvora se tratase.
Mars lanzó un estornudo repentino, que desapareció tan pronto como había salido. Nadie se dio cuenta de aquello, el mundo allí adentro parecía estar en otra parte. Ella ya no quería ver nada, ni escuchar, ni sentir ni mucho menos hablar, solamente sentía dentro de sí las irremediables ganas de salir corriendo a casa, protegerse de los monstruos nocturnos en las grandes y gruesas capas de cobijas que ella tenía en su habitación y lavarse la cara con jabón para que el maquillaje saliese ahuyentado.
Sin embargo allí estaba, compartiendo el sofá con unas cuantas parejillas y disfrutando, con ironía, el ritmo pegajoso del Hip Hop que invadían las calles —y los oídos, porque las radios por la mañana aullaban como lobos feroces— por aquella época. Mientras tanto, la ciudad entera se ocultaba ya en la penumbra, acurrucada en el manto de la noche, mirando con recelo a la gente nocturna, la gente que sale a la pista y a la carretera con la misma energía de un madrugador. Pero allí dentro, en esa casa, ya no existía la ciudad, allí dentro la penumbra solo era momentánea, las luces parpadeaban con locura, como pequeños fuegos artificiales, y bañaban en luz todo el espacio, en intervalos regulares.
Oh, ¡qué tragedia! Quería salir volando de allí, como los pájaros que al amanecer emprenden su viaje a no se sabe dónde, decididos a abandonar el lugar donde saben que no pertenecen. Quería ir a su hogar, leer un poco a Jane Austen y dormir suavemente, mientras soñaba con la irrealidad y la ficción, entreteniéndose, quizá, en observar con su mente a un imaginario Leonardo Dicaprio pedirles la mano a sus padres en navidad.
Pero, Bianca...
¡Ella tenía la culpa de todo! Tan manipuladora como siempre, la había arrastrado hasta allí, ahogado y abandonado en el lugar más repulsivo que ella podría imaginar en sus tiempos de ocio.
—No me dejes sola, por favor —pidió Bianca, justamente en la mañana de ese día, con la voz temblorosa y llena de intenso sollozo que sonaba a mentiras—, ¡te necesito!