—¿¡Nunca!?
—Nunca.
—No te creo.
—Lo digo en serio.
—No te creo —repitió Leonardo, anonadado—. No te creo para nada.
Ella, aún con las mejillas coloradas, se cubrió los ojos con la palma de la mano derecha. Estaba sonriendo, pero incluso en aquellas muecas inocentes se veía el fulgor de la vergüenza.
—Lo digo en serio, Leo.
Leonardo se rindió. Tenía la boca un poco abierta y miraba hacia un punto inexistente del espacio, entre las cajas abandonadas y esa mancha perturbadora (una suerte de cara feliz hecha, quizá, por viejos rastros de aceite para autos) que adornaba la pared. Por sus oídos aún pasaba el leve trote de la brisa, cansada de tanto gemir entre la indiferencia de la noche, con aquellos murmullos que viajaban desde lo lejos, como una banda de rock progresivo a quien ya nadie escucha. No obstante, Leonardo ya no prestaba atención a todo aquello. Estaba ensimismado en un océano de sorpresas, en un lugar donde nada más parecía existir, nada más que... bueno...
—Mars.
Ella se quitó las manos de la cara, y le ofreció a él una mirada bañada de ese rojizo centelleo que tiene la timidez.
—¿Qué?
—No has vivido nada —sentenció él, preocupado.
—No seas exagerado, Leo, que no haya besado a nadie no significa que no he vivido nada —dijo, y se cruzó de brazos—. Estoy esperando al chico ideal, eso es todo.
—Vale, vale, comprendo —la miró, divertido. Luego preguntó—: ¿y no te han tratado de besar tampoco? Vivimos en una jungla, belleza, sino Axl Rose no hubiese hecho esa canción de los Roses en el ochenta y siete.
—Ya veo a dónde quieres llegar. Pues no, no me han tratado de besar, por lo menos no esos abusadores que andan por las calles como tú imaginas. Aunque, una vez, en primaria... —rió un momento, y miró hacia arriba, como recordando—, había un niño regordete que se llamaba Jack, no sé si lo recuerdas. Tenía el cabello rubio, pecas en la cara y...
—Un yeso en la pierna izquierda —terminó Leonardo, recordando también—. Claro que lo recuerdo. En los pocos meses que estuvo allí siempre llevaba el endemoniado yeso con esos dibujos raros pintados con marcadores. Y, por amor a Cristo, nunca miraba a los ojos cuando le hablabas.
Entonces miró a Mars, y vio que ésta tenía la boca entreabierta y los ojos resplandecientes de perplejidad.
—Vaya, no sabía que tenías tan buena memoria.
—Es un talento —dijo él, y se encogió de hombro, sonriente—, pero, ¿qué pasó con él?
—Bueno, como sabrás, luego de un tiempo se fue a Escocia y antes de irse hizo una fiesta de despedida, de esas pequeñas sin muchos invitados.
—¿Y...?
—Intentó besarme allí, delante de sus padres, delante de Anna Marcele también y de esa niña griega a quien habíamos visto llorar todos en el salón de música.
—Se llamaba Dalia, recuerdo yo, pero tenía un apellido difícil de pronunciar —musitó, pensativo. Luego meneó la cabeza y continuó diciendo—: Bueno, al final no fui a esa fiesta. Ese día tenía un partidazo amistoso con los del quinto curso.
—Sí, recuerdo eso. De hecho, creo que por eso fueron muy pocos. Pero entonces, delante de esos pocos, Jack puso la boca de patito, poniendo los labios así —Mars puso sus labios como si fuese a plantar un tierno beso, y Leonardo pensó, rápidamente, que aquella era la cara más adorable que había visto en su vida— y se me acercó.
—¿Y tú qué hiciste? ¿Te dejaste besar?
—Oh, no, salí corriendo, y me escondí detrás de su propia madre. Ella veía todo con sorpresa, pero sí que después dio una risotada que al día de hoy no olvido.
—¿Se rió con los ojos cerrados?
—Sí que lo hizo, y además agarrándose el estómago. Fue algo así como... —dijo, y luego comenzó a reír falsamente, imitando la risa. Leonardo pensó que eso parecía el sonido de un ganso agonizando, y aquello le dio más risa aún.
—Oh, dios, sí que fue una risa monumental —declaró él, acallando sus carcajadas.
—Sí, pero por lo menos salí ilesa de ese beso —respondió Mars, riendo aún.