Mars Bianchi no le dirigía la mirada.
Mientras tanto en las afuera, en ese ambiente donde la oscuridad era terriblemente domadora, el viento tamborileaba por todas partes. A lo lejos, una pequeña ave empezó a soltar graznidos sin sentido, quizá tratando de que le prestasen atención.
Pero adentro..., allí adentro era otra cosa.
La bola disco seguía colgada en el techo, como el fantasma de un suicida, dando vueltas pequeñas en su propio eje. Una estrella de neutrones diminuta que sin embargo no parecía querer seguir brillando.
Y, pues, ahí estaba él, Leonardo Russo, quien no podía dejar de ver, con preocupación, a la resentida Mars Bianchi que ahora estaba enfrente de él.
Todo esto es demasiado..., ugh, no, ¿qué hora es?, se preguntó mentalmente.
Leonardo intuía que sería un poco más de las dos de la mañana.
La hora donde los muertos salen de las tumbas, pensó, y sintió cómo de pronto se le subió un escalofrío por toda la espalda.
Mars Bianchi miraba hacia un lado, con la expresión envuelta en angustia y las manos cruzadas sobre su pecho, como para protegerse. El cabello lo tenía todavía amarrado en un moño que daba la impresión de estar a punto de deshacerse. Parecía resignada. No, peor aún, parecía arrepentida. Y también parecía tener el temperamento más pesimista de toda Italia, un saco de más de cinco kilos de pura exasperación, que no solo se apreciaba en la forma en la que estaba (ceño fruncido, mirada perdida, ojos sin brillo), sino en la forma en la que respiraba, agitada, con el pecho subiéndole y bajándole vertiginosamente, como si lo estuviese haciendo al compás de aquellas canciones de AC/DC que Leonardo escuchaba en los pasillos del instituto.
Tampoco hablaba, ni lo miraba a él, por supuesto. Solo se quedaba viendo un punto pequeño en la pared, sumergiéndose en sus propios pensamientos, calmando mentalmente, quizá, el trote salvaje de su propio corazón.
A Leonardo todo aquello le parecía grotescamente ridículo. Hacía solo un rato el ambiente estaba teñido de rosado, del color del amor. Y ahora, ¿de qué color andaba todo pintado? Ciertamente, no lo sabía, ni tampoco tenía la menor idea de lo que pasaría a continuación. Tampoco sabía si la había liado por completo, o si había desechado las cinco horas (seis, o quizá más) en la que ambos habían establecido una relación saludable.
Claro, hasta ese punto, su relación con ella se había detenido a unos centímetros más allá de lo que se podía llamar amistoso, tomando en consideración que ambos habían estado abrazándose en bastantes ratos, hablando temas personales y que también habían bebido de la misma botella de Ferrarelle que Mars había llevado consigo.
No solo eso, también sería justo agregar que nos acabamos de besar en la boca, por Dios, caviló Leonardo, con pesadez. Se sentía frustrado.
Suspiró.
—¿No me hablarás? —preguntó Leonardo, con inquietud. Estaban sentados de manera opuesta, frente a frente. Leonardo con la espalda apoyada en la pared del lado derecho de la habitación, debajo del tragaluz, y Mars en la izquierda, cerca de las cajas—. ¿Mars?
—Déjame, por favor. Yo no tengo ganas de hablar.
Suspiró de nuevo. Leonardo se llevó la mano por el cabello y se lo despeinó, en una mueca que hacía cuando algo le parecía demasiado tedioso. Aquello le recordaba las peleas que tenía con su madre cuando se comía los dulces que llevaba a casa. Le reñía, no le dirigía la palabra y momento después le andaba contando lo que había hecho con sus amigas la tarde anterior. Sí, muy gracioso y todo, pero ahora aquello ya no le parecía tanto a una comedia.
Más que una comedia, parece una película de drama, pensó él, aturdido, qué curioso, ¿no? Hace unos cuantos minutos estábamos besándonos y ahora...
Ahora, nada.
—Mars —volvió a llamar—, lo lamento, ¿sí? Fue un impulso, yo...
—Olvídalo, Leonardo —farfulló, mientras mantenía esa mirada perdida que a él le comenzaba a sacar de quicio—, olvidémoslo y ya.
Leonardo calló, pero entonces sintió en su garganta el irreparable deseo de escupir violentamente todo lo que pensaba.
—No puedo olvidarlo, Mars, es imposible. Y tú tampoco lo olvidarás, estoy seguro —ella se encogió un poco más, pero Leonardo estaba decidido a no parar en ese punto—. Si pensamos mejor las cosas, y rebobinamos los hechos, nos daríamos cuenta de que tú también lo hiciste, al fin y al cabo. ¿Es eso malo? ¿Está eso ma...?