Terminó de verse en el espejo cuando el reloj marcaba las seis y cuarenta de la tarde.
Para ese entonces, ya se había arreglado la mayor parte del cabello, se había vestido decentemente, se había comido un gran bol lleno de cereal integral —a diferencia de la mayoría de la gente, a ella sí que le encantaba— y hasta le dio tiempo de verse la mitad de un capítulo de Seinfeld en la copia VHS que Leonardo había podido conseguirle a través de un buen amigo de él (ya ella había aceptado el hecho de que, definitivamente, sí le gustaba el programa).
Sin embargo, y algo inquieta por su apariencia, decidió volverse a ver en el espejo. Para ese momento ya el reloj marcaba con brusquedad las siete y trece de la noche y ya sabía ella que el tiempo se le estaba agotando. Revisó su peinado con minuciosidad. Había algo que no le parecía del todo correcto. Quizá era el moño.
Si me suelto el moño, puede que se viera mejor, consideró ella, mientras seguía mirándose con especial atención en el espejo.
Y entonces lo hizo. Se soltó el cabello, se peinó con ese cepillo de bambú que siempre usaba cuando el cabello se le ponía demasiado rebelde y luego sonrió. Después soltó un suspiro lleno ensoñación. Se llevó una mano al cabello para peinárselo esta vez con los dedos —a veces era demasiado meticulosa— y cerró los ojos un momento, como si estuviese pensando en algo.
Luego, el timbre, y Mars Bianchi salió de su habitación dando pequeños saltitos de emoción mientras en su rostro llevaba la expresión más radiante que la felicidad le podía dar.
—Estás hermosa, cariño —le mencionó su madre, sentada en el sofá, cuando la vio pasar—, aunque eso no es raro.
Esa noche veía por la tele Scherzi a Parte y a veces se reía a carcajadas. A Mars, sin embargo, no le hacía ninguna gracia, pero las cosas para ella estaban fluyendo tan bien que de pronto soltó una pequeña risita al ver la hosca expresión que Teo Teocoli tenía en su rostro.
Si mamá se pudiese casar con alguien de nuevo, seguramente elegiría a Teocoli y esos personajes tan raros que siempre hace en la tele, pensó, y no pudo evitar sonreír.
—Gracias, mamá, la belleza la saqué de ti, ¿eh? —dijo, y se acercó para plantarle un tierno beso en la mejilla.
—Eso no tiene discusión —soltó, y luego volvió a fijarse en la pantalla del televisor.
—Papá no vendrá hoy, ¿cierto?
—Mañana a las diez —contestó—. Se quedará en casa de la abuela mientras tanto. Lo bueno es que se llevó dos discos de Bowie y ya no tendrá que soportar a Renato Carosone.
—A la abuela no le gusta Bowie —mencionó Mars, vagamente. Luego dijo, entre risas—: Huele a guerra.
Su madre soltó una corta risita y la miró de soslayo, divertida.
Entonces, el eco del timbre retumbó de nuevo.
Mars dio un pequeño saltito de emoción, se acercó a la puerta y, justo cuando iba a abrirla, sintió unos brazos apretarle las caderas. Era David, que andaba con la camiseta al revés y tenía la boca llena de chocolate.
—¿Eh? ¿Qué haces, pillo?
—Solamente me despedía de ti —dijo, y sonrió. Le faltaba el primer premolar, y su sonrisa parecía un rompecabezas incompleto, sobre todo con las manchas de chocolate salpicándole la dentadura—, y de Leo.
Mars le devolvió la sonrisa, y entonces abrió la puerta. Leonardo Russo estaba con las manos en los bolsillos y la vista al cielo.
—¡Eh! ¡Campeón! —exclamó Leonardo cuando lo vio. Se agachó un poco y le revolvió el cabello con una mano—, ¿cómo va el diente?
—Lo perdí esta mañana —dijo él, y sonrió de nuevo para mostrarlo—, esta noche el hada me dejará unos diez euros, según papá
—Eso crees tú, rufián, no le creas a tu padre —expresó su madre. A continuación se dirigió hacia la puerta, y dijo—: Estás muy guapo, Leonardo. No traigas tan tarde a Mars, ¿quieres? Mira que la semana pasada cogió un resfriado de los malos.
—Mamá...
—¡Entendido! —dijo él, e hizo un saludo militar, cómicamente.
—Leo, no olvides tu promesa de ir comer helado el domingo, ¡tú lo dijiste! —exclamó David.