Era la tercera vez en la semana que asistía a una fiesta y, lo juraba por lo que más quería, la última del mes.
Leonardo Russo miró su reloj en la mano izquierda y carraspeó. Eran las siete y treinta y seis de la noche y estaba aburrido, muy aburrido. Había dejado atrás las dos chicas danesas que le empezaron a hablar caliente al oído y ahora estaba en la cocina, husmeando entre los gabinetes, tratando de encontrar algún aperitivo que pudiese robar de la casa de Alessandro Giordano ese viernes por la noche de 1992.
De fondo, Michael Jackson cantaba con voz aguda uno de sus mayores éxitos y Leonardo no pudo evitar tararearle, suavemente, en susurros débiles y llenos de extraña pasión. La verdad era que había estado fastidiado de escuchar a Duran Duran y a MC Hammer todo el rato. Michael Jackson no venía tan mal, incluso para ser uno de esos cantantes de pop a quien Leonardo no les hacía mucho caso.
Soltó un suspiro, con algo de cansancio, y luego se puso en acción. Miró el gabinete número uno y no encontró nada, solo un tazón de pasas (a él las pasas no les atraía mucho) y unas velas ya consumidas. El segundo, solo platos pequeños para tazas de café. Pero, el tercero... ¡Ahí estaba! Una bolsita mediana llena de galletas que él, por supuesto, iba a robar y a comer. Eran de fresa, de chocolate y de vainillas y traían formas de animales salvajes.
Sonrió.
Escondió, disimuladamente, la pequeña bolsita en los bolsillos internos de su chaqueta y se dispuso a salir de allí, para comerlas escondido.
Fue entonces cuando vio a Lucia Conte.
Ese día vestía de verde y usaba un maquillaje hipnotizante. Llevaba el cabello suelto, totalmente rizado, prácticamente hecho un lío, y Leonardo no pudo evitar pensar en Janet Jackson y ese look de los ochentas que hechizaba a todo el mundo.
Lucia no sonreía, ni tampoco parecía querer hacerlo, por lo menos no esa noche. Lo que más le gustaba hacer era dar discursos de lo muy mal que sabía el alcohol por esos días y reírse de los chistes contra el gobierno. Odiaba la corrupción, y se la pasaba en las protestas del instituto, vociferando cánticos políticos que algunas veces tenían juegos de palabra en ellos (a veces de doble sentido). Sin embargo, era una buena chica, y había salido con Leonardo Russo durante medio año, más o menos.
Pero, toda historia tiene un fin, y muchas veces no muy bueno. El nido de amor juvenil que ambos estaban construyendo se desarmó por completo cuando Lucia conoció a Alonzo Parisi. Prácticamente, y como le decía Lenny Centello aquellas noches donde el alcohol se apropiaba del cerebro, le había dejado por él como se deja aquellos volantes de comida rápida que entregaban en los centros comerciales. Un chico de lo más cómico, la verdad, y bastante caprichoso a veces, pero que pinta tiene de ponerse de pie cuando le dan la mano. Según la misma Lenny, era un siete de diez.
Y ahora Alonzo estaría seguramente deambulando por ahí, como una mosca sin rumbo revoloteando en las luces fluorescentes que habían en las gasolineras, y cuando se encontrasen..., ¡dios mío! Leonardo sintió un escalofrío recorrerle por la espalda. ¿Y si ocurría una pelea entre ellos? Jamás se habían presentado formalmente, y un encuentro como ese sería un encuentro mortífero, por supuesto. Se acordó entonces de aquel extraño episodio de su vida cuando, con la mano en puño, le había atestado un puñetazo en el estómago ese profesor bocazas de literatura.
Todo por haberme dicho que mi madre parecía Grendel, el descendiente de..., ¿cómo había dicho? De caín, creo yo, pensó Leonardo, y sintió cómo de pronto los humos se le subía a la cabeza.
Pero Alonzo no era un bocazas que insultaba a su familia, ¿o sí? Posiblemente si lo veía por allí, se daría la vuelta y seguiría con su rumbo, como había hecho durante esos cuatros meses —puede que menos— en los que estuvo lentamente reparando su corazón, como si fuese un extraño artefacto antiguo al que ya no se le encontraban las piezas.
Y ciertamente se había recuperado. Claro, teniendo en cuenta que antes no le sonreía a la bibliotecaria del instituto y ahora sí, por lo menos en el turno de las diez de la mañana, y que también ahora mismo estaba en una loca fiesta en la casa de Alessandro Giordano, por supuesto que Leonardo se sentía realizado y plenamente regenerado, por lo menos de momento.
Pero ahora Lucia Conte había aparecido como un espectro maligno y estaba en la puerta de la cocina, observándole con disimulo, con aquel despampanante vestuario y ese maquillaje que le recordaba a las Drag Queens.
Y, por Dios, pretendía acercarse a él, ¿era eso posible? Tenía la duda en sus ojos, pero aún así no aflojaba el ceño fruncido ni la expresión hosca que tenía en toda su presencia, llena de negativo pesar, perdida en alguna parte de aquella laguna que tenía por cerebro. ¡Qué tragedia! Esas galletas sin duda se triturarían bajo aquel argumento extenso que ella, él estaba seguro, iba a propinarle.