—Mars, por favor, todo estará bien, créeme.
Leonardo calló. No podía hacer nada más. Mars Bianchi estaba colapsando, como un edificio estremecido por un sorpresivo movimiento en las placas tectónicas, cayendo en miles de pedacitos, destrozándose como el corazón de un joven ilusionado con el amor.
Y, claro, por encima de ellos, imaginariamente, una nube grisácea se postró como si advirtiera la llegada del apocalipsis, de una catástrofe más grande que involucrase los monstruos bíblicos y las serpientes con más de dos cabezas.
Quizá el apocalipsis vendría muy pronto. De todas formas, ¿qué se podía perder? Afuera la música sonaba a todo volumen y los chicos de esa parte de Italia estaban aullando a la luna, salvajes, en la euforia que se vive cuando las cosas están a punto de explotar. Y adentro, pues...
Adentro...
Leonardo suspiró.
Empezó a hacer frío, y el calor que hacía unos momentos gobernaba el lugar pareció haber sufrido un golpe de estado repentino. La luna se había ocultado por entre unas cuantas nubes que iban de paso y a lo lejos, donde la vista ya no alcanzaba, el suave maullido de un gato le hizo acordar de aquellas pelis que pasaban en halloween por la noche.
Un gato, una noche y miles de muertos vivientes, reflexionó Leonardo, y hasta sonrió peculiarmente, totalmente absorto en lo absurdo que todo esto estaba resultando, solo que aquí, donde ya la música llega distorsionada, hay dos muertos vivientes y animalitos de galletas.
Leonardo se hubiese reído de aquello si a su lado Mars Bianchi no estuviese comenzando a llorar.
Empezó primero a sollozar, en suaves murmullos que recordaban a los quejidos de alguna niña perdida en algún centro comercial de esos gigantescos, de más de tres pisos, y que tenían las mismas tres tiendas repetidas en diferentes secciones. No miraba a Leonardo a los ojos y tampoco parecía querer hacerlo. Estaba comenzando a ponerse demasiado nerviosa, tan nerviosa que hasta los párpados le temblaban de vez en cuando y la voz salpicaba el aire con un timbre demasiado irregular.
Era el vivo ejemplo del miedo. Un miedo que, si bien no era el monstruoso miedo paralizante de órganos y de sentido común —de esos que aparecen en las mismas pelis de halloween, con los muertos vivientes y los gatos aulladores— era un miedo que hacía derretir una parte del cerebro, con la antorcha del miedo y la desesperación, hasta que se hundía por completo en la ceguera y en la falta de raciocinio.
Leonardo conocía ese miedo, el miedo de no saber con certeza qué iba a pasar. Si Mars fuese una de esas tantas chicas que él se encontraba en esa clase de fiestas, ella ya hubiese estado coqueteando con él. Sabía cómo eran las cosas. Chico y chica quedan encerrados en un lugar, solos, en casa de alguien que no conocen del todo, y lo siguiente que viene, en cuestiones de minutos, son gemidos y jadeos y golpes que son acallados por el ruido de la música de los ochentas —de hecho, la que parecía sonar en ese momento era mucho más vieja, un grooves de esos que sonaban en las gasolineras—, después una despedida, un coqueto beso en los labios como símbolo de complicidad y unos cuantos guiños seductores.
Y, pues claro, Mars no era así. Mars Bianchi siempre tenía la mente en otras cosas, en las cosas buenas y correctas, lejos de la suciedad y obscenidad de las fiestas comunes. Él sabía que era así, incluso después de haberle perdido el rastro hace mucho tiempo cuando entraron en la secundaria. Eso sí, la veía un par de veces conversando con las chicas del club de lectura y a veces la había escuchado reírse tan estruendosamente que le había contagiado la risa. La saludó un par de ocasiones en las conferencias que hacían contra las drogas y muchas otras veces más solo la había notado por el rabillo del ojo, mientras ella escuchaba atentamente a Bianca hablar sobre aquellos chicos guapos y esbeltos que se estaba comenzando a ligar.
No, Mars no iba a gemir ni a soltar jadeos, ni a darle un beso coqueto en los labios, ni a guiñarle el ojo; y mucho menos iba hacer todas esas cosas guarras que las chicas de por allí eran capaces de hacer. Mars Bianchi no era una chica como ellas, era una chica de otra categoría (la categoría de las introvertidas, quizá), que ahora tenía las mejillas rojizas y que se había encogido del miedo, y del desespero, al lado de Leonardo.
Leonardo tragó saliva. Por alguna razón ver todo eso le dolía. Pensaba, en lo más recóndito de su mente, que alguien como Mars no merecía estar en un sitio tan sucio como en el que estaban —refiriéndose a aquella fiesta de locos adolescentes que fumaban pitillos y se drogaban con píldoras—, y mentalmente regañó a Bianca por haberla traído a ese lugar.
—Mars... —musitó de nuevo un confundido y angustiado Leonardo, que no sabía qué hacer.