Una noche contigo

10 PM

Leonardo carraspeó.

—Dame tu reloj —soltó, con aire austero, mientras veía a Mars con el ceño fruncido y los labios en una línea casi completamente recta.

—¡No! —chilló ella, con los ojos cerrados fuertemente y la mirada hacia abajo, como si negase haber hecho algo realmente catastrófico.

Delante de Leonardo Russo, Mars Bianchi se agarraba la muñeca con mucha vehemencia, cubriendo su reloj digital, como el mismísimo tesoro descubierto por uno de esos antiguos piratas bárbaros de los libros infantiles.

—Tú... —empezó a decir él, pero calló. Cerró los ojos con cansancio, y se agarró el puente de la nariz, exasperado.

Había pasado diez minutos desde una disputa que se había formado dentro —algo sobre que posiblemente todo terminaría muy mal porque se agotaba el agua y las galletitas—, Mars había vuelto a hundirse en el pánico —aunque no había llorado, por suerte de ambos— y ahora no podía dejar de mirar su reloj. La hora, los minutos, y los segundos aparecían ante ella como bombas explosivas, llenas de desequilibrios atómicos, con rayos cegadores y estruendosos relámpagos imaginarios que recordaban al apocalipsis. Era una danza siniestra. La aguja grande avanzaba sin retraso por sobre las pegatinas en forma de números, grandes y enormes como edificaciones empresariales. Era como un tren plagado de realidad, de esa tajante verdad que golpea en el rostro. Los segundos y minutos pasaban, y ellos seguían en el sótano encerrados, lejos de la música, del humo de los pitillos y de los alaridos llenos de alcohol de los chicos del instituto.

¡Pobre Mars! Parecía que no podía soportarlo. Le daba más de tres vistazos al reloj en intervalos de cinco segundos. Estaba preocupada, demasiado preocupada. Le preocupaba el bienestar de ambos, su futuro, sus padres que... ¡Dios! ¡Sus padres! Oh, no, si se enteraban de ello...

—Dame tu reloj, Mars Bianchi.

... Si se enteraban, todo iría mal, muy mal, todo iría pésimo. ¿Mars Bianchi encerrada con un chico en un sótano? Castigos, sí señor, muchos castigos y muchas oraciones a regañadientes.

—Mars...

Una mirada, la encolerizada, la de mamá cuando descubre que alguien se ha comido la tarta que había guardado para la abuela, apareció ante los ojos de Mars, como una ilusión divina que oscilaba de los cielos, de los cielos de su propia mente e imaginación.

—... Bianchi...

¿Qué sería de ella después de todo aquello? Meses sin escuchar a Céline Dion y sin leer a Jane Austen. ¿Qué seguiría? No más visitas al club de lectura del instituto, quizá. O quizá también nada de vinilos de Whitney Houston. O...

¡Absolutamente nada!

También lejos de seinfeld, lejos de ver a Jerry decir estupideces a la cámara, balbuceos sin sentido que terminaban por hacer que Mars se partiera de risa en la oscuridad de su habitación. No lo creía, veía a aquello tan lejano que pensaba que andaba en otro país, en otro mundo. Si solo ella...

Pero, de pronto, despertó de su trance. Leonardo le había cogido de la muñeca y le desabrochó el reloj, no con mucha delicadeza.

—¡Auch!

—Tuve que hacerlo —dijo, severo. Estaba tan serio que a ella por un momento le pareció intimidante—. Nos desharemos de las horas por un momento, ¿vale?

Cogió ambos relojes —el suyo incluido—, y los depositó en la caja de mudanza de Alessandro, junto a la camiseta de los Stones y esos calcetines usados que le daban mala espina. Miró triunfante la caja, y los relojes parecían saludarle tímidamente con el brillo que emitían.

Lo cerró.

—Ya. No podremos ver más la hora. Nos volveremos locos.

Ella le miró por un momento, perdida en su rostro. Luego asintió, algo atontada.

—Sí, tienes razón —dijo, por fin—. Siento hacer esto más difícil, Leonardo.

—Ya, déjalo —sonrió—. Es mejor tenerte aquí que no tener a nadie, como te dije.

Ella le devolvió la sonrisa, conmovida. Sí, que bueno era tenerlo ahora a su lado. Le sorprendió, de entre todas las cosas, lo muy maduro que podría llegar a ser Leonardo.

—Creo que quizá estuve exagerando un poco —reflexionó ella, mirando algún punto inexistente entre la pared y las cajas.

—No lo creo, como he dicho, es normal sentir pánico cuando estás en un lugar que no conoces, con una persona que no conoces del todo —dijo—. Es bueno que haya sido yo y no otra persona que no hayas visto nunca. Hay muchos chicos raros allá afuera, ¿sabes?




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