Aquello se escuchó en toda la habitación.
Leonardo jadeaba en intervalos irregulares.
Mars, por su parte, contenía el aliento, atenta.
De nuevo se volvió a escuchar el estrepitoso golpe, un sonido extraño que allí adentro parecía el fogonazo de un cohete potente. Mars sentía que todo el ruido del lugar abrasaba sus tímpanos con ímpetu, como una puñalada auditiva.
Sin embargo, aún nada sucedía.
—No abre —afirmó Leonardo, meneando la cabeza. En su frente se empezó a observar las pequeñas gotas de sudor que, a la luz opaca del sótano, parecían minúsculas perlas brillantes—. No abre.
Volvió a embestir la puerta, golpeándole con su cuerpo. Era inútil, inútil y hasta absurdo. La puerta estaba como un invencible titán delante de ellos, prohibiéndole el paso a la realidad circundante, mirándoles con las pupilas dilatadas y el iris envuelta en furia. Parecía reírse a carcajadas, soltando de vez en cuando chillidos burlones, irrespetuosos, que hacían minimizar todo el esfuerzo de ambos.
Leonardo se secó el sudor con el brazo y soltó un quejido, histérico y resignado.
—¡Demonios! —exclamó él, con irritación—. ¿¡Por qué no abre!?
Mars lo miró desde abajo de las escaleras, intranquila. Se había acomodado el cabello, nuevamente, en un moño mucho más sofisticado que el anterior, y hasta parecía más calmada que antes.
Al menos por un poco.
—No lo sé, déjame intentarlo contigo —dijo ella.
Se puso al lado de él —a pesar de lo estrecho que eran aquellos escalones— y, cuando Leonardo hubo terminado de contar hasta tres, embistieron ambos la puerta, con las fuerzas que sus cuerpos podían dar.
Afuera, en medio del griterío colectivo y de una canción de Prince, el golpe fuerte de la puerta fue prácticamente un susurro, un eructo escapado disimuladamente en un espacio donde el ruido era lo que más resaltaba.
Y, a pesar de todo...
—Me rindo —bufó Leonardo, iracundo, envuelto en rabia. Jadeaba cansinamente, como si hubiese corrido veinte minutos seguidos y sin descanso.
—Creo que no nos queda de otra que esperar un poco más —sugirió ella—, ¿qué hora es?
—Ya no lo sé. Tampoco deberíamos verlo, si me lo preguntas —hizo una pausa, tomó aire por un momento y luego dijo—: Supongamos que aún son las diez, ¿vale?
Ella frunció el ceño, preocupada.
—Estás muy sudado, Leonardo.
Él bajó los escasos escalones, al llegar al suelo se sentó, con los ojos cerrados y, recuperando el aliento, comenzó a secarse el sudor con la manga de su chaqueta. Luego se estiró un poco. Todos aquellos movimientos hicieron que Mars se acordara de esos atletas de maratones, que corrían y no paraban y cuando llegaban a la meta el sudor les empañaba la vista.
—Déjame refrescarte —dijo ella.
Bajó los escalones, excorió de un tiro la solapa de una de las tantas cajas —aquella donde yacía solitario el tocadiscos— y se sentó a su lado. A continuación, con la solapa, abanicó a Leonardo, que aún trataba de recuperar el aliento. El suave cabello de Leonardo se mecía al ritmo de la brisa artificial que ella estaba creando, en una cómica animación tridimensional, casi fantasiosa. Él, mientras tanto, respiraba por la boca, pensando seguramente en Lucia Conte y aquél extraño suceso de hacía unas horas atrás.
Mirándolo así de cerca, estando uno al lado del otro, con una tenue brisa acariciándole el cabello y con el romanticismo casi místico de la noche, Mars volvió a pensar, por quinta vez en toda la noche, que Leonardo era realmente apuesto.
Ya veo porqué las porristas siempre andan gritando su nombre, reflexionó ella, acalorada, Leonardo el héroe que todas quieren, ¿no? Qué ironía que, después de tanto tiempo, esté descubriendo una faceta de él que yo no sabía que existía.
—Gracias, Mars —agradeció, y luego sonrió, aún con los ojos cerrados.
—No hay de qué —respondió, y de súbito alejó a todos sus pensamientos, temiendo que, por algún extraño motivo salieran al aire—. Gracias por hacer lo posible por sacarnos. Por cierto, ¿quieres algo de agua?