Era la cuarta entrevista de trabajo a la que acudía, no era por una vacante laboral propiamente sino por un espacio de prácticas profesionales medianamente remuneradas, las necesitaba para obtener mi título. Había tenido que renunciar a mi empleo de estudiante porque el horario para ambas actividades no me daba tregua. En casa tenía a mi Sebastián y ni sus gastos escolares y menos su alimentación, esperarían a que su madre siguiera siendo rechazada una y otra vez.
Un nerviosismo impropio en mí me hizo su presa mientras entraba en ese edificio en cuyo impecablemente limpio vestíbulo se leía con letras verdes sobre pared blanca el nombre Constructora Sifuentes. Repasé una y otra vez los errores que tuve en mis pasadas entrevistas, aquello que pensé había dicho mal, lo que era bien visto, lo que haría ver que tenía los conocimientos necesarios, todo lo que se me ocurría. Al final llegué a la misma conclusión: no había sido elegida por ser madre, peor aún, una madre sola. El último entrevistador había sido demasiado claro con su último comentario.
—¿Quién cuidará a tu hijo mientras trabajas? Y si alguna vez se enferma, ¿Tendrás que faltar?
Traté inútilmente de explicarle que cumpliría con mi horario laboral, que alcanzaría los objetivos del puesto que se me asignara, que no tendría mayor inconveniente, pero no me creyó. Ellos, todos, buscaban una mujer soltera y sin compromiso, una profesionista joven que pudiera vivir para el trabajo y no por medio de este, yo definitivamente no encajaba en el perfil. Eso sin contar las miradas de reprobación de la primera entrevistadora cuando leyó en mi hoja de vida que mi hijo tenía seis años y yo, veintitrés. Ella fue la más inclemente, ni siquiera se tomó la molestia de dirigir la entrevista al aspecto profesional, se quedó en el personal y luego de eso me dio unas gracias a secas y la seguridad de que no me llamarían. La noche que le siguió a ese día, lloré en silencio para que ni mi padre ni mi hijo me escucharan. No quería preocupar a ninguno de los dos, aún tenía un poco de los ahorros que celosamente logré guardar durante los años anteriores pero, llevando casi por completo el peso del gasto familiar, llegarían a su fin pronto.
Mi padre había estado conmigo desde que decidí tener a Sebastián. Su apoyo era en cierta forma de lo poco que me había mantenido a flote, eso y lo que siento por mi pequeño hijo. Es increíble la forma en que una personita tan pequeña puede cambiar un mundo, tu mundo. Por él estaba y siempre estaré más que dispuesta a soportar cualquier entrevista humillante, otro hombre o mujer hurgando en mi vida como si tuviera el derecho a juzgar mis decisiones. Por eso acudí a aquella entrevista pese a saber las pocas probabilidades a mi favor. Era el tercer día, ya habían acudido demasiadas jóvenes profesionistas al igual que yo y con seguridad muchas perfectamente más capaces y sin ningún compromiso en casa que las obligara a regresar a una hora específica.
La única luz era conocer el proyecto del cual surgió esa empresa. Luego de leer su misión y visión, me sentí identificada. Realmente deseaba pertenecer a tan noble objetivo: vivienda ecológica a un precio bajo entre muchos otros productos y servicios del ramo. Cierto, era un proyecto ambicioso al cual le faltaba mucho: difusión, convenios y más, pero recién iniciaba y sin duda su creador tendría ya bien planteado el desarrollo, no podía ser de otra forma siendo la constructora filial del Corporativo Sifuentes. Octavio Sifuentes sin duda era un ejemplo en mi vida profesional, un estratega y líder innato, hábil para los negocios y el hombre que había logrado multiplicar las arcas de su familia. No era que yo ambicionara tal cosa, el dinero en sí no me parece un buen objetivo a perseguir. Por otra parte, el reconocimiento en el área profesional que estudie sí me parecía un buen aliciente en aquel preciso momento. Aunque en realidad, mi único y verdadero motivo era poder destacarme y conseguir un buen empleo para asegurar el bienestar de mi hijo, que a él no le faltara nada era entonces mi única y más urgente preocupación.
Pensando en él para darme ánimo recorrí ese frío e impersonal lugar, llegué hasta la recepcionista quien me anotó en una libreta que ya tenía antes otros seis nombres. Después me hicieron pasar a una sala en la que las otras candidatas y yo tuvimos que ver un vídeo en el que se explicaba el objetivo de la organización, para lo que fue fundada y lo que se esperaba de cada empleado que laboraba en ella. Me quedó claro que para quien estaba a la cabeza era sumamente importante que sus empleados se identificaran con los mismos valores que tenía en mente como base de una empresa que más que eso era un proyecto social. Fue hasta llegar a esa sala de reuniones que logré ver a Vanessa, mi única amiga de la universidad y la responsable en cierta forma de que hubiera conseguido aquella valiosa oportunidad. Vanessa era todo lo contrario a mí, siempre vestida provocativamente y con una carga de maquillaje extra en el rostro, eso sin contar su cabello perfectamente alisado y el rubio de salón con que lo lucía. Si en el exterior éramos contrarias, en el interior no había forma de encontrar semejanza, pero al menos siempre me tenía en cuenta y jamás me había dado la espalda cuando en verdad llegué a necesitar de una amiga. Vanessa tendría que disculparme pues ese trabajo debía ser mío. El horario era perfecto, ocho horas justas y continuas que me tendrían en casa para comer al lado de mi familia, además de solo cinco días laborales sin necesidad de turnos extras los fines de semana. En ese momento juré hacer lo que fuera por conseguirlo, si debía sonreírle a mi entrevistador lo haría pese a que mis habilidades sociales estuvieran tan atrofiadas luego de años de no tener más amiga que Vanessa.
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Editado: 11.12.2022