Una oportunidad para amarte

Alejandra: Siempre fuiste tú

El vestido entallado tal vez era demasiado, también los zapatos de tacón y el haberme empeñado en lucir de la forma que a él le gustaba. Con mi sola vestimenta intentaba que Mauricio comprendiera que mi plan era volver a conquistarlo y al mismo tiempo mostrarle a la verdadera yo. Esa tarde conocería al fin a la Alejandra con un pasado que la avergonzaba, a la que, pese a desear sus caricias se obligaba a abstenerse de pedirlas por no creer merecerlas, la que no se entregó del todo por puro miedo a fallar y convertirse en una versión de ella misma que detestaba.

La tarde anterior me preocuparon sus negativas a aquel encuentro. Él había dado lo nuestro por terminado y a mí me partió el corazón escucharlo, pero me obligué a disimular, a mantenerme fuerte y no llorar más. Las lágrimas ese día se terminaron luego de los angustiosos momentos de no saber dónde estaba mi hijo. A Mauricio le quería dar algo más, deseaba brindarle todas esas sonrisas que guardé por sentir que lo que teníamos era una estafa. Acepté ser algo más que una amiga para Mauricio porque me enamoré de él, pero nunca en el tiempo que estuvimos juntos pude deshacerme de la sensación de estarlo engañando. Él me conoció cuando lo único que quedaban de mí eran fragmentos rotos y pisoteados por alguien más. En aquel entonces no tenía nada que pudiera enamorar a alguien de la forma en que él lo hizo, tan ciega y perdidamente como para seguir deseando estar conmigo años después y sin haberme realmente conocido. 

Conduje a su casa esperanzada en recuperarlo y en que, una vez roto el hechizo de medianoche, él siguiera amando lo que quedaba de la muchacha cubierta de ceniza. Luego de tantos años, era yo otra vez. Aquel reencuentro con Alberto me sirvió para recuperar mi esencia, ya no me sentiría nunca más poco digna de ser amada, pero seguía sin estar segura de que Mauricio me aceptaría conociendo todas mis sombras, mis errores y mis motivos. Lo intentaría, no soportaba la idea de verlo amilanado y triste, era como si no fuera él mismo. Si algo podía hacer por ayudarlo, lo haría. Mauricio era el hombre que amaba y también seguía siendo mi amigo, uno que estuvo dispuesto a todo por mí, aunque su apuesta hubiera sido demasiado alta.

A las siete menos cinco toqué el timbre de su casa. Pocas veces había estado ahí y siempre con prisas. Por el breve instante que tardó en abrir reflexioné acerca de ese detalle. Al final, como tantas otras cosas de nuestra relación, comprendí que eso obedeció al afán de Mauricio de esforzarse siempre por ambos, sin permitirme a mí apenas nada que no fuera dejarme mimar. Por un tiempo eso se sintió bien, pero conforme los meses pasaron me di cuenta de que el desbalance era injusto y aunque muy cómodo para mí, al final no me traía más que alegría pasajera.

La puerta se abrió volviéndome a la realidad, el hombre que me recibió era muy distinto al que yo recibí en mi casa con tanto desagrado en aquel terrible inicio. Su ropa, su rostro y su gesto de mirada resignada me hicieron desear abrazarlo, únicamente me frenó la seriedad de su semblante. Intercambiamos un breve saludo y me invitó a pasar.

—Te ves distinto.

Le dije una vez dentro y sin que pudiera evitarlo, mi mano se escabulló hasta su mejilla afeitada para acariciarla. Mi atrevido gesto lo hizo desviar la mirada en medio de una expresión indescriptible que dejaba adivinar melancolía. Aparté mi mano, apenada al comprender que aquello lo hería, y le sonreí tímidamente intentando aliviar la tensión.

—A veces los cambios son buenos y necesarios —Agregó tímidamente.

—Te sienta bien. 

—No tanto como a ti ese vestido, te ves preciosa.

Su halago era sincero, sus ojos no podían mentir y me admiraban con deseo, pero sus palabras eran distintas a las usadas cuando su objetivo era enamorarme. Su tono dócil era el de quien no espera recibir nada.

—Huele bien, ¿Estás cocinando?

—Sí, pensé que quizá podrías acompañarme a cenar, si te agrada la idea.

—Me encanta.

Lo acompañé hasta la cocina y sentada desde la barra me quedé mirándolo estupefacta mientras terminaba nuestra cena. Mauricio era un hombre hermoso y un ser humano increíble. Contemplándolo lejos del estresante ambiente de la constructora o el bullicio continuo de mi casa, me enteré del gozo que me causaba tenerlo en mi vida. Lo amaba, ya no tendría nunca duda de eso y me tocaba a mí luchar porque él quisiera seguir a mi lado. A nuestro lado, porque mi Sebastián lo quería a él, tanto como yo. Por eso y más, no pensaba desaprovechar la oportunidad de tenerlo de vuelta y esta vez dejarlo entrar realmente a nuestro hogar. 

—Sabía que te gustaba cocinar, pero no creí que lo disfrutarás tanto, ni que lo hicieras tan bien.

Le dije mientras probaba la cena. Él sonrió halagado por mi comentario. Era la primera vez desde mi llegada que lo hacía.

—Hay muchas cosas que no sabes de mí... —Su mirada decayó en un gesto lamentable —Supongo que son solo detalles insignificantes.

—Nada de lo tuyo es insignificante para mí, Mauricio.

No respondió, únicamente siguió comiendo, pero él ya debía saberlo. No podía ignorar a qué había ido esa tarde, decidí darle tiempo para asimilarlo en tanto disfrutábamos de la comida. Hablamos de otras cosas, me preguntó por mi nuevo empleo, yo por la constructora. Intercambiamos opiniones acerca de temas vanos que sirvieron para relajarnos a ambos.




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