Escena de la película La princesa Mononoke
TÍTULO: LA CAMINATA DEL ESPÍRITU QUE CONCEDÍA VIDA Y MUERTE
En medio del bosque, rodeados por inmensos árboles, San, la princesa Mononoke, cortó una planta para atraer al alce rojo. Sobre el lomo de este, descansaba un guerrero desmayado y herido: era Ashitaka. Y tras ellos, pequeños humanoides blancos los seguían curiosos.
San bajó al hombre del animal, lo cargó y se hundió en el lago cristalino con él; la bestia, cuyo nombre era Yakul, la acompaño por detrás. La joven nadó hasta la superficie, acostó a Ashitaka y clavó la planta en la hierba. El alce, en cambio, se quedó de pie dentro del agua.
“Eres muy inteligente. Entiendes que no debes subirte a esta isla, ¿no?”, le habló San al animal. Volvió hacia él: le iba a desatar las sogas. Mientras quitaba los hilos rojos de su hocico, le dijo que podía irse ya que era libre. Yakul, sin embargo, decidió esperar a su amo.
Así, silenciosa, solemne y sin dejar rastro, San huyó del lugar.
Al mismo tiempo, en el mismo lugar, los hombrecitos blancos, cuyas cabezas tenían tres huecos, comenzaron a escalar los árboles. Poco a poco, la vegetación se cubrió de círculos blancos que sobresalían. Eran miles, no, cientos de miles de pequeños seres que llenaban de magia la naturaleza. Entonces, en la oscuridad de la noche y la brillantez de la luna llena, una sombra captó su atención total: un ente caminaba, entre las colinas, en dirección hacia ellos.
De repente, una de las criaturas blancas castañeó su cabeza: un sonido parecido a un cascabel se escuchó. Luego, otro segundo cascabeleó también; después, tres, cuatro, diez, cien, mil y más repitieron la acción. La multiplicación del sonido provocó que se formase un murmullo que acompasaba, suavemente, el andar del gigante.
“Ahí está. Vengan a ver. Es el caminante nocturno”, la voz de un viejo hombre destruyó la armonía de la escena. Cubriéndose con la piel de un oso, llamó a sus ayudantes a presenciar al espíritu. Le habló a uno, a quien llamó idiota; a otro, que le respondió temblando; al miedo, que era la emoción que esos dos sentían y al dios, quien casi había llegado al lago. Explicó que no había por qué temer, puesto que el emperador los protegía.
“La leyenda dice que cuando el día se vuelve de noche, el espíritu del bosque se convierte en el caminante nocturno, y al amanecer regresa a la normalidad”, exclamó con una sonrisa.
“¡Mira! ¿Lo ves? Ahí está”.
Los tentáculos translúcidos que recorrían la espalda del dios produjeron una fuerte ventisca. Las hojas verdes y los hombrecillos se sacudieron, mientras que la criatura gigante desaparecía alrededor del alto árbol que yacía en medio de la isla. De pronto, frente a Yakul se transformó el espíritu en un animal: era un ciervo marrón cuyo rostro se asemejaba al de un humano. La silueta negra gigante, cuya estatura era superior a las copas de los árboles más altos, había tomado una forma diferente debido al inminente amanecer.
Cada paso que dio produjo vida: en las huellas pisadas crecieron flores y plantas; cada soplido que exhaló, muerte: las hojas de la planta se marchitaron.
Una de las hojas marchitas cayó sobre el rostro de Ashitaka, joven herido. El dios del bosque lo observó mientras el sol salía por el este.