Una palabra más

SU HIJA INGRATA - MONÓLOGO

Su hija ingrata

Luego de horas agotadoras, finalmente estoy en la sala de embarque a espera del avión. Silenciosa, tranquila y con poca gente, esta me provoca ansiedad. Tan vacía y sin vida, tan calmada y fúnebre, se asemeja a mi estado de ánimo. Sentada sobre un muro, empiezo a chequear mi teléfono. Es imposible, sin embargo, olvidar la situación en que me encuentro. El virus, la pandemia, la cuarentena, la muerte es todo lo que se muestra en la pequeña pantalla.

Lo único que llena mi mente es la preocupación: pensamiento que me mantiene ocupada, distraída de la realidad, pero que no me lleva a ninguna otra parte. ¿Cuánto debo esperar aquí? No lo sé.

Y mientras el teléfono se apaga, a falta de uso, empiezo a pensar si lo que estoy haciendo es lo correcto o lo mejor para mí o para ellos.

¿Me esperan en casa? Al ser su primogénita, esperaron ansiosos mi nacimiento. Me contaron, emocionados, cuán felices fueron al ver mi rostro por primera vez; que yo era la alegría de sus vidas; que me esperaba un futuro brillante. Pero, eso fue hace mucho tiempo: cuando yo fui niña. Ya no les creo. Y es que luego aparecieron más hijos, más distancias, más momentos felices en donde yo no pertenecía.

Desde un inicio, siempre me cautivó la tenacidad de Erick, quien ahora es médico; la valentía de Sofía, quien ahora es policía y el cariño ganado por ambos. Me sentí celosa, enojada, sola y triste. Eran tan perfectos en resaltar mis imperfecciones. Admito que es culpa mía que esté alejada de mis hermanos. Lamentablemente, cuando la ira se disipa y la soledad acompaña los lamentos, el arrepentimiento cobra venganza.

La mascarilla cubre mi rostro y mis pesares aparecen cuando pienso en ellos.

¿Me esperan en casa? Nunca esperaron que, ni bien cumplí dieciocho, decidiera irme de la casa a trabajar; que, abandonando el futuro que esperaban para mí, decidiera correr tras la puerta y buscar mi camino. Mi camino no era aquel trazo recto que ellos querían y que mis hermanos cumplían a raja tabla; en cambio, yo, perdida como estaba, necesitaba volar fuera y descubrirme a mí misma. Recuerdo que ese día mi mamá me dijo que me marchara para siempre; semanas después, me abrazó y me pidió, llorando, que regresara a sus brazos. Yo me negué, terca, y la eché del cuarto que alquilaba. Y mi padre, quien se decepcionó de mí, no me volvió a dirigir la palabra.

No creo haber tomado la decisión incorrecta; creo haberme equivocado en mi actuar inmaduro. Los largos años pasaron, mis heridos sentimientos cambiaron, las pocas llamadas desaparecieron y aprendí que de nada valía seguir peleada con ellos.

Sin embargo, cuando estuve dispuesta a reunirme con mi familia, la pandemia estalló. Y ahora, cuando quiero regresar a mi país, ya es demasiado tarde.

¿Me esperan en casa? ¿Estarán en casa? ¿Aún tengo el derecho de llamarle casa? Preguntas estúpidas. Ellos ya no están ahí: mis hermanos deben haber formado su propia familia, mis padres deben odiarme. Aun así, aun si sé que no seré bien recibida; aun si sé que se han olvidado de mí, su hija ingrata, estoy preocupada por ellos.

Expuestos por sus profesiones y edades a este virus, me apresuro a encontrarme con ellos, a volver a verlos.

La carga del arrepentimiento pesa. Quiero decirles “Lo siento”.

Derrotada, una lágrima discreta se escapa de mi ojo, osada para atreverse a llamar a más y más.

 

 

 




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