Una palabra más

LA VIUDA INFIEL QUE SE CULPA - MONÓLOGO

Natalia (“Talpa”, de Juan Rulfo)

 

LA VIUDA INFIEL QUE SE CULPA

Luego de un largo viaje, quemada por el sol y golpeada por la incertidumbre, estoy llorando en los brazos de mi madre. Taciturna, callada e incapaz de preguntarme algo, ella me acoge como una niña pequeña. No me dice nada, pero escucho su corazón, que late acompasado y me consuela. Estamos en Zenzontla, pero mi mente sigue en Talpa. 

Las últimas semanas han sido difíciles: he aguantado sola, incapaz de llorar, mis pesares desbordantes. No obstante, cuando he visto mi hogar, cuando mi madre me ha recibido, cálida y serena, cuando la realidad ha aturdido mi falsa calma, no he podido reprimirme más. Ahora, entre tantas idas y vueltas de ideas dolorosas, comienzo a pensar en una de ellas: el remordimiento.

¿Lo que siento es culpa? Aún recuerdo con claridad cómo el marido que había conocido por años se convirtió en un cuerpo cubierto de ampollas moradas. Su figura era horrible, hedionda, putrefacta y lamentable. Tan detestable a los ojos, como compasible para el corazón, yo: aún joven, lamenté su mala suerte. En ese momento, decidí cuidarlo como la esposa que era para él.

Sim embargo, el ser humano se cansa. Los años pasaron y envejecí, los cuidados me agotaron y desistí, los sentimientos se marchitaron y lo detesté. Con el pasar del lento tiempo, poco a poco, la imagen de mi marido se volvió en la de un estorbo.

¿Lo que siento es culpa? No sé. A Tanilo lo fui olvidando. En ese momento, no tuve remordimientos para abandonar el lugar como su mujer, porque alguien comenzó a ocupar la vacante de amante: mi cuñado. Así, viví entre los dos. Quería con paciencia a mi esposo; deseaba con fervor a su hermano.

Sin embargo, el ser humano es egoísta.  No fue nuestra idea. Tanilo decidió, por su cuenta, viajar a Talpa. Aun así, sabiendo que estaba enfermo, notando que apenas podía vivir, conociendo su llanto y sufrimiento al caminar, lo llevamos a ver a la virgen de Talpa para, según él, curarlo. No lo detuvimos. Codiciosos de convertirnos en una pareja, lo empujamos al peregrinaje. Ansiosos, no pudimos esperar su muerte natural. 

Entre mi cuñado y yo, lo matamos.

Mientras las lágrimas caen rendidas, él me observa en silencio. Él sabe lo que hicimos. Sabe que lo asesinamos de torturas, que lo enterramos apurados y que no le rezamos en su tumba.  Sabe del dolor agonizante de su hermano, de su falso pesar al acostarse conmigo, de la inquietud que yo atravieso ahora.

¿Lo que siento es culpa? Durante el regreso, he imaginado a mi esposo. Él me ha dicho, pacífico, que ya no padecía aflicciones, que estaba curado. Dios mío, la culpa me ha carcomido desde entonces. Sobre mi espalda, estoy cargando su cuerpo. Apenada, soy incapaz de ver a mi cuñado. Entre tanta congoja, ya me he olvidado del deseo. Ya no puedo juntarme con él: es mi cómplice de asesinato.

Sin embargo, el ser humano no aprende. Aunque estoy arrepentida, aunque me culpe por haber anhelado su muerte, sigo pensando en mí misma, en mi propio remordimiento, porque soy egoísta.

“Mamá”, sollozo en su pecho.

Y le cuento todo, y le lloro más en el vestido, ensuciándolo con mis lamentos. Pero, las lágrimas no son ya para mi esposo, sino para mí: la viuda infiel.

 

 

 




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.