Una palabra más

MI QUERIDA EMILIA - RELATO CORTO

MI QUERIDA EMILIA

 

Cuando despertó, no se encontró frente al espejo. ¿Qué había ocurrido? Ni su rostro, ni sus ojos, ni su cuerpo aparecieron en el reflejo.  

Roberto, tan desinteresado de sí mismo, no le tomó importancia. Pensó que, incluso, sería más agradable así. Con una esmerada dejadez, olvidó fácilmente su nueva apariencia o, mejor dicho, la ausencia de ella.  Contento, relajado y sin vestirse, Roberto se apuró para ir a la universidad, donde vería a su querida Emilia.

Desde que había venido de Arequipa, Roberto se había enamorado de aquella jovencita.

Una vez, él le había regalado una rosa, una pulsera y su propia alma. Emilia, sin embargo, ni siquiera se había percatado de él, ni de sus presentes.

“Quienquiera que seas, no me gustas”, ella había respondido al aire esa ocasión.  

Roberto, en lugar de rendirse, decidió ser más insistente. La terquedad inquieta dentro de él le anunció que ella era la única mujer que podía amar en su vida.

Por lo tanto, hoy, libre y sin compromisos de trabajo, se dirigió al campus a mirarla. Debido a que ya no podía ser percibido por el ojo humano, Roberto se coló discretamente en un taxi que iba por el mismo camino. Los sonidos amargos de la ciudad perturbaron la armonía interna del muchacho, quien, enfadado por el revoltoso tráfico limeño, terminó por desahogarse con el chofer.

“¿Por qué no avanzas más rápido?”, gritó eufórico. Vociferó con tanta fuerza que la garganta saltó y sobresalió de su cuello. El hombre, inmune a sus palabras, no respondió.

En realidad, el chofer no lo escuchó.

Cuando Roberto notó que estaba cerca, se saltó del auto. El pavimento gris gimió de dolor al chocar contra el cuerpo del joven robusto. Sin embargo, él, aun siendo humano de carne y hueso, no le dolió al rodar.

Roberto, como si no hubiera sucedido nada, se levantó del suelo. Impasible, continuó su camino al enorme edificio. El ritmo de su andar era como el compás de las baladas antiguas: lento y parsimonioso. No le importaba el resto.

“¿Se enteraron de la tragedia de ayer?”, de pronto, oyó un cuchicheo bullicioso.  

“¡Silencio! No hables sobre eso que traerá mala suerte”, su acompañante le calló la boca con las manos.

Roberto pasó desapercibido entre ellas. No le incumbía sus asuntos triviales. Solo quería, no, necesitaba contemplar a Emilia.

Al entrar, él se dio cuenta que un grupo de policías estaba reunido en un punto en específico, un rincón oculto del campus. Los estudiantes, curiosos, se aproximaban a husmear. Él se acercó lentamente. Y lo vio. Entonces, entendió por qué había periodistas en la entrada.

Sus manos temblaron como cascabeles de serpientes que, temerosas, espantaban a su amenaza. En su caso, Roberto se sintió intimidado por él mismo. ¿Qué había hecho ayer? Aterrado, jaló con fuerza los mechones de su cabello invisible.

De repente, comenzó a recordar.

Memorias amargas aparecieron en su mente. Recordó haber invitado a salir a una mujer, pero ella lo rechazó. Recordó haberla esperado hasta que terminaran sus clases, en la puerta, pero ella lo descubrió espiándola. La mujer, con una mueca, le dijo que la estaba asustando, que sabía que la estaba acosando, que llamaría a la policía si no se iba pronto. Roberto recordó haber experimentado vergüenza y furia, ambas al mismo tiempo. “¿Por qué no soy suficiente para ti?”, había pensado en ese momento. “¿Por qué no me aceptas?”

Rojo, rojo. El joven observó la sangre insensible que estaba impregnada en el suelo. Estaba seca, pero a él le pareció húmeda y fresca. Fresca fue su memoria cuando dejó de ignorar la realidad. ¿Qué había ocurrido después?

La imagen de un cuchillo sangriento inundó su mente. Ese cuchillo, furioso, había apuñalado a una joven: su querida Emilia. Cuando la mano que sostenía el cuchillo notó el crimen cometido, arrepentido, se volvió a su dueño y lo apuñaló también. Así, la máquina bombeadora detuvo sus latidos para siempre.  

Ahora, en el piso frío de la universidad, había dos cadáveres.

Un sabor rugoso apareció en su boca: quería hablar, pero no podía. No podía asimilar la verdad desgarradora.

Él no era invisible. Él ya estaba muerto.

 

 

 

 

 

 




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