Dos rostros se encontraron a una distancia muy corta, mucho menor al soplo de vida y a la larga espera que ellos habían sido partícipes desde jóvenes. La mujer muda, con la boca entreabierta que dejaba salir la acompasada y agitada respiración fuera, provocaron un pequeño y minúsculo murmullo a los oídos del amante, quien, embelesado por la vista, también tenía una respiración irremediablemente agitada.
Los ojos ambarinos, cual gemas preciosas que adornaban las cuencas profundas de su rostro enrojecido, observaron atentamente el reflejo en los otros ojos azules del hombre, que, poco a poco, se acercaba más a robarle ese instante de poco raciocinio, convirtiéndolo en un momento de pasión y de solamente ansias inefables entre la pareja.
Ese brillo fue captado por la vista del hombre, cuyas comisuras enormes de grandes cuencas se arrugaron más. Las líneas de vida redujeron su visión: estaba sonriendo, con los labios casi pegados a los de su amante.
Entonces, ella le devolvió el gesto. Dulce y tierno, apasionado y eufórico. La mujer abrazó con urgencia el cuello largo del hombre, palpó con su dedos delgados la piel sudorosa, que estaba así por la emoción del primer beso. Algunos mechones castaños tapaban sus uñas, mientras ella jugueteaba con estos.
Más cerca, más cerca.
La finura de sus labios estallaron junto al otro par: solo uno y uno solo se convirtieron. Las respiraciones se juntaron y, tanto hombre y mujer, fusionaron el sentir de sus corazones con las ganas de sus cuerpos, que, no aguantando más, se acercaron hasta que no hubo espacio entre ellos, entre el amor que sentían por el otro.
El calor abrazó al hombre, consumiéndose completo. Su boca se movió involuntariamente, desobediente a la contención. La acercó más a él, más de lo imposible. La abrazó con las llamas de sus brazos y ella, tan cándida y con las mejillas rojas como si hubiera corrido kilómetros, sonrió mientras lo besaba, mientras disfrutaba ese primer encuentro.