La sala estaba concurrida. Meseros con platos apilados en sus bandejas y vasos sucios de los comensales. Iban y venían rápidamente, puesto que debían atender a la mayor cantidad de personas en el periodo más corto o el salario se reduciría.
Uno de los meseros, que era una mujer, mantenía la cabeza agachada, con la mirada húmeda debido a las ligeras lágrimas en sus ojos. Aun así, caminaba rápidamente a traer la orden de la mesa ocho. Otra vez. En su bandeja, llevaba un plato principal, aparentemente costoso. La carne a la parrilla y las papas doradas, acompañadas de una salsa y varios mejunjes produjeron un delicioso aroma. Sin embargo, el pedazo de carne estaba mordido y las papas se encontraban trozadas.
─Vengo a cambiar el pedido. El hombre dice que le hemos entregado comida fría e insípida─se escuchó en la puerta de la cocina. La vocecita atemorizada se encogió y desapareció para seguir atendiendo.
Tiempo después, por su parte, el hombre que se encargaba de arreglar la basura y desperdicios del resto, escuchaba música en sus audífonos. Cuando estaba a punto de terminar su turno de descanso, lo llamaron.
─Mesa ocho requiere limpieza urgente.
El hombre llegó a la mesa, y, más que un objeto, parecía una porquería. Salsa por allí, saliva por allá: comida por todas partes. ¿Acaso había habido un huracán?
Comenzó a sacudir su trapo en la superficie, atento a recoger cada trozo de carne o papa. Definitivamente, la persona anterior no sabía cómo comer apropiadamente.
─Olvidó su reloj.
El objeto, a su sorpresa, estaba pulcramente impecable. A diferencia del panorama, este destacaba entre el desorden. Ni una mancha de salsa. No parecía caro, pero tampoco era barato. Se asemejaba a esos accesorios de los oficinistas aburridos o los banqueros de caja.
─Quédatelo. Si regresa se lo devuelves, si no, pues será su karma─habló maliciosamente la chica tímida que lo había atendido.