Una palabra más

WAÑUY - CUENTO

Caminaba por las estrechas calles. Hoy era la última vez. El sol apuntaba a su rostro directamente y no logró percatarse a tiempo cuando, súbitamente, un grupo de niños se lanzaron a su dirección. Al notar que no había escapatoria, se quedó quieto, esperando el impacto. Eran aproximadamente veinte párvulos. ¿Dolería? Wañuy no lo sabía. Deseaba que hoy fuera diferente, deseaba sentir. Wañuy sonrió con tristeza: eso jamás había sucedido. Mientras los niños se acercaban, escuchó “Vamos al circo, amigun”. Corrían y corrían; cada vez más cerca. Hasta que…

Los muchachitos ya habían desaparecido por la esquina, Wañuy seguía quieto, mientras el cuerpo traslúcido volvía a hacerse sólido, y aparecía la acostumbrada sensación de vacío. De repente, se acordó por qué había viajado al pueblo, por qué se dirigía a la iglesia, por qué hoy era el último atardecer. Y apareció una mueca en su rostro. No podía hacer nada, simplemente el destino lo quería de esa manera, y solo acataría. Hasta que…

Una niña, de no más de seis años, se había acercado a él. El sombrero lucía demasiado grande en su cabecita, sus mejillas estaban sonrojadas por el calor y, lo que más había sorprendido a Wañuy, sus ojos lo miraban fijamente. Había rastros de lágrimas recientes, pero ella estaba tan concentrada en él que se le había olvidado llorar. Su rostro denotaba curiosidad. “¿Quién eres? Nunca te he visto”, preguntó ella con dulce inocencia. “Hacer algo no va a cambiar nada”, se recalcó una y otra vez. No sirvió. ¡Lo habían visto! ¡Por primera vez!, “¡quizás pueda tocarme y sentir!”. Así que le respondió con una sonrisa: “Soy tu paisano, no temas. Más bien, dime por qué andas lloriqueando” La niña contestó con lágrimas que sus padres la habían castigado y que hoy no podría ir al circo. Wañuy pensó que quizás podría salvarla. “Ven, yo te llevaré al circo”. Ella tomó su mano. La calidez emanaba del contacto, era una sensación inexplicable. ¡Había sentido! La miró de reojo y le prometió el futuro. Caminaron, caminaron; escalaron el cerro Atma y, de rato en rato, jugaron a los trompos con las semillas del eucalipto. Ella reía, él la imitaba. Cuando llegaron a la carpa, Wañuy se despidió de ella y susurró en su oído: “Sé valiente, wawita”.

La muerte bajó al pueblo de Yungay, se sentó en el techo de la iglesia y esperó. Pensó en los niños, en sus padres, en la gente, en el destino…

La tierra se sacudió violentamente.“¡Apu Taytayku, khuyapayawayku!”, escuchó gritar a uno. El destino no poseía piedad, gritar no lo solucionaría. Nada serviría.

Mientras veía cómo todo era sepultado, la muerte se preguntó si el destino sería bueno con la niña…




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