Una Reina como Regalo

31

Sonó más cruel de lo que esperaba. No quería herirla, pero ella fingía que mis palabras no le afectaban y seguía escupiendo veneno sin bajar el tono de su voz:

—Tienes seis prometidos, ¿te duele tanto compartir uno con tu querida hermana? Habría entendido tu reacción si sintieras algo por él, pero esto no es más que pura envidia. Te duele porque yo logré interesar a un hombre sin la perspectiva de un trono, mientras que tú, aun teniéndola, no puedes. ¿Crees que no veo cómo miras a Atreo? Aún lo amas y te enfurece que haya preferido a una simple doncella en vez de a ti. Ni siquiera la posibilidad de convertirse en rey lo hizo cambiar de opinión. No le importas, ni siquiera con todo el reino en juego.

Sus palabras me hirieron. Tocó mi punto más vulnerable. No, no envidiaba a Sibila, pero lo que dijo sobre Atreo era cierto. ¿Cómo se atrevía a decirlo en voz alta? Me humilló al compararme con Patricia, una mujer sin educación, sin linaje, sin riqueza ni título, y aun así, él la eligió. Nunca entendí qué tenía ella que me faltara a mí.

La rabia ardía en mi interior. Advertí a mi hermana con voz firme:

—Cuida tus palabras, Sibila.

Pero parecía que su única intención era hacerme perder la calma. Dio un paso hacia mí con desafío en la mirada:

—¿Y si no lo hago? No quieres que mi padre se convierta en tu regente, así que estás dispuesta a casarte con cualquiera. Piensa bien quién de nosotras es peor: yo, que pasé una sola noche con el hombre que amo, o tú, que pasarás cientos de noches con alguien a quien no quieres. Te vendes a cambio de poder.

Eso fue la gota que colmó el vaso. No podía seguir escuchando sus acusaciones. No tenía idea de lo que decía. Casarme con el hombre que amaba nunca fue una opción, y esperar toda la vida a que un milagro cambiara su corazón tampoco lo era. Así que, ¿qué importaba con quién me casara, si el único hombre que deseaba me temía como el fuego teme al agua?

Sibila tenía la ventaja de no haber sido criada para un matrimonio de conveniencia. Pero después de lo que acababa de decir, ya no teníamos nada más de qué hablar. Me había traicionado y humillado, y sus palabras revelaron lo que realmente pensaba de mí. Nuestra relación se había roto para siempre. Con voz fría, le declaré:

—Desde hoy, para mí estás muerta. Mantente fuera de mi vista. Mejor aún, no esperes mi boda y regresa a tu ducado.

Salí de su habitación, cerrando la puerta con un golpe seco.

Apenas di unos pasos y me topé con Atreo. Mis ojos se llenaron de lágrimas que luché por contener. ¡Cuánto lo odiaba en ese momento! Su indiferencia me mataba poco a poco cada día. Ahora entendía que lo había nombrado para este puesto impulsada por mis sentimientos, con la esperanza de recibir algo a cambio.

Estaba cansada. Cansada de esta angustia, de esta espera, de estos deseos reprimidos y de la esperanza inútil. Él me había hecho débil, vulnerable. Pero, a pesar de todo, tal vez era la única persona que me trataba con sinceridad. Nunca fingió amabilidad, nunca codició mi título ni mis riquezas. Y por eso, al menos, se había ganado mi respeto.

Me quedé inmóvil, a unos pasos de él. Atreo notó mi tensión y preguntó con cautela:

—¿Todo bien, Su Majestad?

—No —negué con la cabeza, apenas conteniendo las lágrimas.

Sin más explicaciones, seguí mi camino hacia mi despacho. Solo quería esconderme de todos y dejar que mis emociones se desbordaran. Me había prometido no volver a llorar, ser fuerte, y no importaba lo que pasara, pensaba cumplir mi promesa.

Caminé en silencio, escuchando el eco de mis tacones, los pasos pausados de los guardias y, desde la ventana, el alegre canto de un pájaro. Parecía que esa pequeña criatura no tenía problemas ni preocupaciones y quería contarle al mundo su felicidad.

Al llegar a mis aposentos, vi a Kif, nervioso y moviéndose de un lado a otro. Justo lo que necesitaba. Desde lejos, ordené con firmeza:

—Llama a Matthew de inmediato.

El joven se quedó paralizado un instante, pero luego, tras recomponerse, salió apresurado a buscar a mi casi exprometido. No tenía dudas de que Matthew pronto quedaría en el pasado, y poco me importaba cuánta satisfacción le diera eso a Roderick.

Atreo entró detrás de mí sin pedir permiso. Se colocó junto a la puerta y, con tono serio, me dijo:

—No sé qué planea, Su Majestad, pero le ruego que no actúe impulsivamente. ¿Está segura de que puede hablar con Matthew en este estado?

Fingía preocuparse por mí. Aunque, pensándolo bien, su inquietud era razonable. Si algo me pasaba, él perdería su posición.

Me acerqué a la mesa y me serví agua en un vaso. No iba a molestar a un sirviente por algo tan insignificante. Tras beber de un solo trago, me senté en mi silla.

—Si quieres, quédate y sé testigo de nuestra conversación. No tengo secretos que discutir con él. De todos modos, pronto todo el palacio estará murmurando sobre la vergüenza de Sibila.

Atreo asintió en silencio.

No tuve que esperar mucho. Matthew apareció en la puerta de mi despacho. Apenas soportaba mirarlo a los ojos, pues su sola presencia avivaba mi furia. Avanzó hacia mí con aire confiado:

—¡Su Majestad! Luz de mis ojos. Qué alegría me da verla.

Quiso acercarse y besar mi mano, pero anticipando su gesto, levanté la mía en señal de advertencia:

—Quédate donde estás y ni se te ocurra tocarme.

Él se detuvo de inmediato, confundido. Ni siquiera noté cuándo dejé de tratarlo de manera formal.

—¿De verdad creías que no me enteraría de tu relación con Sibila? ¿Pensabas seguir engañándome?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.