Una Reina como Regalo

45

Justo en ese momento, la chica bajó la cabeza y siguió hablando, sin siquiera notar mi desesperada intención, mientras yo, horrorizado, comprendía que estuve a punto de cometer un error fatal:
– Estoy cansada de aparentar ser fuerte. A veces solo quiero ser una niña pequeña y romper en llanto por sentirme tan impotente.
– No diga eso. Usted no es impotente, y al conocerla mejor, veo que en realidad es más fuerte que cualquiera que haya conocido. Donde los demás ya se habrían rendido, usted encuentra de algún lugar energía para seguir adelante. Su valentía merece admiración.

Mientras la abrazaba más fuerte, me invadió un odio hacia mí mismo por lo que había hecho la noche anterior. Con sentimientos tan sinceros hacia Arabella, no tenía derecho a actuar así. Aunque estoy obligado a casarme con Patricia, esta joven que tiembla ahora entre mis brazos parece haberse instalado para siempre en mi corazón. Ella permanecía en silencio. Yo no me atrevía a romper ese momento, y la sostenía con fuerza. No sabía si se enfadaría por mi atrevimiento una vez reaccionara. Sentí sus manos deslizarse lentamente por mi espalda hasta quedarse justo bajo los omóplatos. Se aferraba a mí, y eso me gustaba… una especie de euforia me llenaba por dentro.

Mientras disfrutaba de aquella cercanía con la reina, el tiempo comenzó a empeorar, y sentí las primeras gotas de lluvia en el rostro. Lo que faltaba: que esa delicada criatura se resfriara. Sin soltarla, pues tenía entre mis brazos un tesoro demasiado valioso, susurré:
– Está empezando a llover, y como se intensifica tan rápido, debemos buscar un lugar donde refugiarnos. No llegaremos al palacio a tiempo.

Sus dedos se separaron de mi espalda, y sus manos cayeron. Se apartó con rapidez y empezó a acomodarse el cabello, intentando recoger los mechones oscuros que se habían soltado de su peinado. Se levantó deprisa, y sentí un vacío interno, como si me hubieran arrancado una parte de mí. Me incorporé también sin dudar. Mientras seguía mis movimientos, se preocupó por algo que no me esperaba:
– Ay, lo siento… probablemente te dormí las piernas.
– No, en realidad usted es tan liviana que no me causó ninguna molestia.

Di unos pasos hacia un lado y recogí la diadema que, en un arrebato de ira, la princesa había arrojado. La limpié con mi chaqueta y se la ofrecí. Ella la tomó con cierta confusión, bajando los ojos con timidez. Esa sencillez le sentaba bien, la hacía ver vulnerable e inocente. La lluvia se intensificaba; las gotas eran cada vez más grandes y persistentes. Miré alrededor buscando refugio, y al no encontrar nada mejor, propuse lo que parecía la mejor opción:
– ¿Quizás podríamos refugiarnos allí? –dije, señalando con incertidumbre un árbol de frondoso follaje.

Arabella siguió mi mirada, examinó el árbol con atención y se dirigió hacia él. Me quité la chaqueta y la seguí.
– ¿Me permite cubrirla un poco?

Ella se detuvo bajo el árbol y, sin pensarlo demasiado, aceptó. La envolví, cubriéndole la cabeza con mi abrigo. No quería que la princesa se mojara, y aunque protestara, la obligaría a aceptar aquel resguardo. Para mi sorpresa, no protestó. Sujetando con firmeza la brillante diadema, me miró con esos ojos oscuros que parecían atravesarme:
– ¿Nos cubrimos juntos? No quiero que por mi culpa te mojes.

Por alguna razón, le preocupaba mi bienestar. En ella veía a una verdadera soberana, alguien que se preocupa por su pueblo. Al notar mi duda, insistió aún más:
– Exijo que tú también te cubras. No quiero ser la única en lucir tan ridícula.

Me acerqué con cierta resignación y me detuve muy cerca de ella. Tomé el borde del abrigo y me lo coloqué también sobre la cabeza, sosteniéndolo por encima de Arabella con la otra mano. Solo podía esperar que no hubiese truenos ni relámpagos, que la lluvia no aumentara y pronto se detuviera. Aunque, en el fondo, no deseaba que parara, porque eso significaría dejar de estar tan cerca de esa criatura mágica, parecida a un hada. No debía dejarme llevar… tenía que casarme con otra. Esa era la única idea que me contenía, porque incluso su título ya no me parecía un obstáculo. Como si quisiera borrar toda distancia entre nosotros, ella murmuró con timidez:
– Gracias por todo. Me ofreciste tu hombro cuando necesitaba un amigo con quien llorar.

¿Amigo? ¿De verdad me considera solo eso? Soy solo su sirviente, indigno incluso de su mirada. Pero en lo más profundo de mi alma brotó un sentimiento de tristeza y decepción. Qué pena que de aquel amor infantil de Arabella no quedara ni rastro. Aunque, incluso si quedara, nada cambiaría: estoy obligado a casarme con Patricia. Sin saber qué decir, respondí con una sola palabra:
– A la orden.

Ella esbozó una ligera sonrisa, pero sus ojos aún reflejaban sufrimiento. Yo la miraba con descaro, tratando de leer sus pensamientos, pero esos ojos seguían guardando celosamente los secretos de su dueña.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.