Una Reina como Regalo

63

Lester había hecho algún trato con él y terminó viniendo en su lugar. Arabella se sorprendió, pero no puso objeciones.
—Hermano, ¿estás bien? Estás pálido como la primera nieve.

Aunque su voz sonó baja, en ella se percibía una nota de preocupación. No respondió nada, sólo fijó la mirada en aquel adulador. El corazón amenazaba con salirse del pecho, y un nudo invisible de ira se le quedó trabado en la garganta al ver cómo ese canalla tocaba a mi amada.

Ella, con ternura, posó su mano sobre el pecho del duque y cerró los ojos. Él sonrió con satisfacción, acercando sus labios viscosos a los de ella.
No, Arabella, no lo hagas. No lo beses.

Ayer interrumpí su intimidad, pero hoy no lo haré. Si de verdad desea sentir los labios de Lester, ese es su derecho. Al menos sabré lo que siente por mí.

Sus rostros estaban a solo unos milímetros cuando Arabella bajó la cabeza. Le negó el beso, a pesar de que ayer parecía anhelarlo.
Un suspiro de alivio me devolvió el alma al cuerpo. Esa reacción me dio esperanza... la esperanza de una respuesta afirmativa por parte de la princesa. Salió apurada del cenador. Al verme, se detuvo un instante, pero enseguida reanudó su paso.

Lester seguía hablando sin parar, intentando impresionarla con sus palabras. Pero cuando la besó descaradamente en la mejilla, sentí un ardor punzante en el pecho.
¿Cómo se atrevió? Sonreía, sin vergüenza alguna, frente a mis ojos. Quise ir hacia él, golpearlo en su arrogante rostro y echarlo del palacio. Quise gritarle al mundo entero que Arabella era mía, que nadie tenía derecho a tocarla.
Pero, por desgracia, todavía no lo era. Esta mañana ni siquiera aceptó convertirse en mi esposa.

Con ojos llenos de pánico, la princesa me miró y dio un paso atrás, alejándose de Lester. Sus mejillas se tiñeron con un rubor tímido, semejante a los pétalos de una amapola. Murmuró con voz insegura:
—Gracias por la velada. Buenas noches.

Ni siquiera esperó a que su acompañante le besara la mano; desapareció rápidamente tras la puerta de sus aposentos. La actitud de Lester la había perturbado. Estoy seguro de que Arabella no lo deseaba.

El duque, orgulloso, caminó por el pasillo. Al cruzarse conmigo, me empujó deliberadamente con el hombro. Apenas pude contenerme para no reaccionar. Esa noche, logró irritarme profundamente. Solo cuando me aseguré de que ese miserable se había ido del ala real, logré respirar en paz. Los guardias abandonaron las habitaciones de la princesa y me confirmaron que no habían detectado nada sospechoso.

Mis suposiciones, crueles y persistentes, clavaban sus invisibles garras en mi corazón, desgarrándome por dentro. Ya no podía soportar más esa tortura. Que me rechace de una vez y así dejaré de ahogarme en mis propias esperanzas.

Con decisión temblorosa, toqué la puerta. Arabella me permitió entrar. Estaba de pie, junto a la ventana, con las manos entrelazadas. Parecía estar esperándome. Noté que sus mejillas seguían ardiendo. Por alguna razón, mi cercanía ya no la turbaba.

Me acerqué sin dudar y me detuve a un paso de ella.
—Hablé con Patricia. Ya no tengo novia. Pero espero que eso no dure mucho. ¿Has tomado una decisión? ¿Quieres casarte conmigo?

Guardó silencio. Me miraba intensamente, como si buscara algo en mis ojos. Me dirigí a ella de forma informal, con confianza. La primera vez que lo hice, me sorprendió que no reaccionara ni hiciera comentario alguno. Ahora, esa familiaridad me gustaba: rompía las barreras entre nosotros, nos hacía iguales. Porque ya no la veo solo como a una reina... sino como a la mujer que amo.

Ese silencio me mataba. Me acerqué un poco más y tomé sus manos con cuidado. Si ese fuera el último contacto que me permitiría, quería grabarlo en mi memoria para siempre. No aguanté más y rompí el pesado silencio:
—Ojalá al menos una chispa de ese amor que alguna vez sentiste por mí aún arda en tu corazón. Haré todo lo que esté en mis manos para que vuelvas a amarme.

Ella esbozó una leve sonrisa, apretó mis manos y negó con la cabeza:
—Eso es imposible.

Con esas palabras, la oscuridad se apoderó de mi alma, ahogando la frágil luz de esperanza que me daba fuerzas. Comprendí que me rechazaría, y el dolor me rasgó por dentro. ¿En qué estaba pensando? ¿Que una princesa se fijaría en mí, un simple guardia al que por misericordia hicieron jefe de seguridad? A su alrededor giran duques, nobles de abolengo, caballeros de refinadas maneras... Qué ingenuo fui. Debí aceptar un matrimonio ficticio y no confesarle mis sentimientos. Al menos así habría podido quedarme a su lado. Ahora, probablemente me expulsará del palacio y nunca volveré a verla.

Ella suspiró con fuerza, como si le preocupara el efecto de sus palabras sobre mí, y continuó:
—Atrey... la verdad es que ese amor que alguna vez sentí por ti no es solo una chispa. Es un fuego incontrolable que arde en mi pecho. Por más que intenté dejar de amarte, por más que me convencí de que esos sentimientos se habían desvanecido... fue inútil. Hoy te amo más que nunca, y sí, me casaré contigo. Lo he soñado desde que tenía trece años.

Quedé paralizado. No podía apartar la vista de ella, ni entender del todo lo que acababa de pasar. Parecía que Arabella estaba igual de emocionada que yo. Temblaba, me miraba con timidez, como esperando algo.

La alcé en brazos. Sus delicados pies se separaron del suelo y, riendo como un niño, la hice girar conmigo por la habitación. Luego la bajé y la estreché con ternura entre mis brazos. Sin pedir permiso, cubrí sus labios con los míos. Aún no lo puedo creer: a partir de ahora solo yo besaré a esta mujer. Al fin me pertenece.

Nunca la había visto tan sumisa, tan suave, tan tierna. No podía separarme de ella. La besaba con avidez: sus labios, sus mejillas sonrojadas, dejando un rastro ardiente hacia su cuello. En pausas cortas le susurraba:
—Te amo.




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