Una Reina como Regalo

70

Todas mis esperanzas se desmoronaron y se disiparon con el viento. No entendía por qué Lester necesitaba humillarme de esa manera. Sin embargo, había algo que no podía comprender:

— Aunque me case con Atrey, usted seguirá siendo el consejero real. Para usted nada cambiaría. ¿Por qué entonces recurrir al chantaje?

— No eres tan lista como creía — respondió con desdén —. ¿Sabes qué es un consejero? Alguien fácilmente reemplazable. Yo quiero que la sangre real continúe a través de mi familia. Si no fuera por mi esposa, me habría casado contigo yo mismo. Pero ahora esa pesada misión recae en Lester. Tú nos darás un heredero, y podrás dedicarte a los bailes, los vestidos y el bordado. No debes preocuparte de nada más.

Por suerte estaba sentada, porque de lo contrario, creo que me habría desplomado. Así que este era el destino que me habían reservado: apartarme por completo de los asuntos del reino, controlarme y decidir sobre mi vida como si fuera una marioneta. Mi padre los habría ejecutado por mucho menos. ¿Y yo? ¿Qué podía hacer? Nadie me apoyaría. Hasta las personas más cercanas me habían traicionado. Me sentía atrapada en una jaula sin salida, todas las puertas cerradas. Los miraba mientras un mareo me nublaba los sentidos. Con la voz apenas audible, murmuré:

— Necesito pensarlo.

— Piensa, pero no tardes — dijo Roderick con una sonrisa de triunfo, levantándose del sillón —. Tienes hasta el amanecer. A esa hora hay una ejecución programada, y tú puedes evitarla.

Ya encaminándose hacia la puerta, agregó:

— Para evitar cualquier “locura”, nuestros guardias vigilarán tu habitación. No te recomiendo que intentes salir: no te dejarán pasar.

— ¿Entonces soy su prisionera?

— Llámalo como quieras. Vendremos al amanecer. Espero que entonces seas una niña obediente y tomes la decisión correcta.

Tan pronto como se marcharon, las lágrimas brotaron de mis ojos sin control. No sabía cómo salvar a Atrey ni protegerme a mí misma. Si lo mataban por mi culpa, jamás podría perdonarme. Él era mi aire, mi alimento, mi calor, mi necesidad vital. Estaba a un paso de la felicidad, y ahora debía renunciar a todo. Apenas me había permitido soñar con una vida a su lado cuando Roderick lo destruyó todo. Él era el verdadero enemigo que había subestimado.

No era momento de llorar. Tenía que idear algo. Quizá, si lograba contactar a Joseph y prometerle nombrarlo regente, me ayudaría. Necesitaba a Amberly. Solo ella podía transmitir mi mensaje.

Me levanté con determinación y abrí la puerta. Cuatro guardias desconocidos me observaron con frialdad. Tratando de aparentar seguridad, ordené:

— Llamen a mi doncella. Quiero que me prepare para dormir.

Ninguno se movió. Fruncí el ceño con severidad, esperando que obedecieran. Solo uno, tras unos segundos, respondió:

— No podemos, Su Majestad. Tenemos órdenes estrictas de no dejar entrar ni salir a nadie.

Arrogante. Me trataba como si fuera una sirvienta más. No mostré mi frustración y continué:

— Soy su reina. Y estoy segura de que esa orden no incluía a mi doncella. ¿Cómo se supone que me quite el corsé yo sola?

Otro guardia, un hombre corpulento de cabello rubio y barba espesa, me miró con burla:

— Nos advirtieron que intentaría algo así. No llamaremos a nadie. Si quiere, yo mismo puedo ayudarla a deshacerse del corsé… y de todo lo demás.

Su insolencia me dejó sin palabras. Al final, logré responder con indignación:

— ¡No permitiré que un extraño me toque! ¡Llamen a Amberly de inmediato!

— Podemos presentarnos — replicó el guardia con una carcajada —. Me llamo Lary.

Las carcajadas resonaron en el pasillo. Entendí que no iba a conseguir nada con ellos y cerré la puerta de un portazo. ¿Cuándo había perdido mi poder, mi respeto, mi libertad? Hace apenas unas horas era como una mariposa libre, amada, poderosa. Y ahora… no era más que una prisionera en mi propio palacio.

No podía casarme con Lester, y menos ahora que sabía lo que era amar de verdad. La ira me invadió. Sin pensar, agarré un jarrón antiguo y lo estrellé contra el suelo. Se rompió en tres pedazos.

No me cambié de ropa. Me tumbé en la cama, envuelta en la angustia. Esa noche no pegué ojo. Alterné sollozos con gritos ahogados de desesperación. No encontré solución. Si aceptaba casarme con Hellman, me convertiría en su esclava y perdería a Atrey para siempre. Pero si me negaba… mi amado moriría.
Era, sin duda, la peor encrucijada de mi vida.




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