Una Reina como Regalo

71

Había conseguido dormir un poco antes del amanecer. Los primeros rayos del sol se colaron silenciosamente en la habitación, acariciando mi mano con una tibieza engañosa. Había llegado el peor día de mi vida. Roderick había dicho que vendrían con el alba para exigir mi respuesta… pero yo aún no había tomado ninguna decisión. Si cedía al chantaje, traicionaría al hombre que amaba; pero si me negaba, corría el riesgo de perderlo para siempre.

Desde el pasillo llegaban voces que se hacían cada vez más claras. Distinguí un grito femenino y me incorporé de golpe. Tal vez era Emberly, intentando entrar. Crucé descalza la alfombra mullida y el frío mármol del suelo. Con una chispa de esperanza, abrí la puerta… y me paralicé ante la escena.

Una mujer, demacrada y agotada por el llanto, estaba arrodillada frente a mí. El dolor brotaba de su cuerpo, impregnando el aire. Sin levantar la vista, su voz quebrada suplicó:

—¡Su Majestad! Le ruego, salve a mi hijo. ¡Él es inocente, se lo juro! Lo criamos con valores, jamás haría daño a nadie. Es nuestra única esperanza…

No entendía lo que pedía… hasta que me encontré con sus ojos hinchados y de un cálido tono canela. Aquella mirada… era la misma que la de Atrey. Ella era su madre.

El corazón me latía con fuerza, luchando por no arrojarme a sus brazos. Nos unía un mismo dolor. Y entonces supe lo que debía hacer. Tal vez ella podría llevar mi mensaje a Joseph.

Tocando suavemente su hombro tembloroso, dije:

—Levántese. Pase a mis aposentos.

Pero el guardia insolente —el mismo que la noche anterior había osado insinuarse conmigo— replicó con dureza:

—No está permitido. Saquen a estos intrusos del palacio.

Solo entonces vi al hombre que estaba con ella, de pie, en silencio, con la cabeza gacha. Debía de ser el padre de Atrey.

La rabia me invadió. El guardia se atrevía a contradecirme, como si yo no fuera la reina. Me sentía pequeña, aplastada entre gigantes. Entonces escuché pasos apresurados: Roderick y su hijo se acercaban. El tiempo se acababa. Miré a los ojos de esa madre desesperada y supe que mi destino ya no importaba: debía salvar a Atrey. Las lágrimas resbalaron por mis mejillas mientras murmuraba:

—Haré todo lo necesario para salvarlo. Tal vez no vuelva a verlo. Dígale que creo en su inocencia… y que me perdone por lo que voy a hacer. Busquen a mi tío Joseph. Díganle…

—¿Qué está ocurriendo aquí? ¿Por qué hay extraños en este lugar? ¡Ordené que nadie entrara! —bramó Roderick, interrumpiéndome.

Los guardias apartaron a la mujer con violencia. Ella me miró por última vez, agradecida y desorientada. Roderick entró con altanería:

—Arabella, veo que nos recibes desde la puerta. Qué conveniente. Pensé que tendría que despertarte.

Sin esperar respuesta, se adentró en mis habitaciones. Observó la vasija rota, pero no dijo nada. Lesther lo seguía de cerca y cerró la puerta tras él. Sin más preámbulos, Lesther fue directo al grano:

—Entonces, ¿qué decidiste? ¿Te casarás conmigo o tendré el placer de presenciar la ejecución de ese arrogante guardia?

El corazón me dolía como si me lo apretaran con una garra. Imaginé el horror de la escena. Rechacé esa imagen con un suspiro:

—De todos modos, me obligarán a hacerlo. Quiero garantías. Firmaremos un contrato.

Roderick frunció el ceño con falsa sorpresa:

—¿No confías en mi palabra?

—Con todo lo que ha pasado, no. Sus actos han matado mi confianza.

El consejero se acarició la barba con sus dedos huesudos. Reflexionó un momento y luego asintió:

—Muy bien. Mejor para nosotros. Como se trata de un asunto delicado, lo escribirás tú misma.

Otra humillación más. Me obligaba a redactar mi propia condena. Tomé la pluma y me senté en el escritorio de mi estudio, donde nos dirigimos.

Las condiciones eran brutales: debía casarme con Lesther, nombrarlo regente y comprometerme a darle herederos (solo pensarlo me revolvía el estómago). A cambio, liberarían a Atrey. Para mí, eso no bastaba.

Me armé de valor y exigí más:

—Quiero asistir a todas las sesiones del senado. No me excluirán de los asuntos de estado. Exijo estar informada de cada decisión. No seré prisionera en mi propio palacio. Todos los derechos de la reina permanecerán intactos. Y Atrey seguirá como jefe de mi guardia personal. Exijo garantías para su seguridad y que nunca sea acusado falsamente.

Lesther soltó una carcajada histérica. Su risa repugnante me hizo temblar. Alzó las cejas y pasó una mano por su rubio cabello:

—¿De verdad crees que soy tan estúpido como para aceptar eso? ¿Me vas a engañar en mi propia cara? ¿Y esperas que lo tolere?

—No lo engañaré. No soy una cualquiera. Aunque mi corazón pertenezca a otro, le seré fiel. Entre Atrey y yo no habrá más que lo profesional.




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