Una Reina como Regalo

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No creo en una sola palabra de sus mentiras. Tal vez tiene miedo del divorcio, porque el obispo llegará el miércoles y anunciará su decisión. Ojalá anule este matrimonio para siempre. No quiero tener ningún vínculo más con ese hombre horrible. Pero me aterra lo que pueda hacer Roderick para evitarlo. Quizás lo mejor sea mostrarme más dócil... que se confíen un poco. Con suerte, en unos días recuperaré mi libertad. Decidí usar mi astucia femenina.

—¿De verdad crees que me la pasé divirtiéndome con Atrey? — Aunque en parte fue así, no necesitaba saberlo. — En realidad, todo mi cuerpo dolía, sentía como si los huesos se me desgarraran. No quedaba ni una parte sana. Me tomó una semana entera recuperar el aliento. Estaba tan asustada que dejaba a Atrey dormir en mis aposentos. Solo con él allí, velando mi sueño, lograba conciliar el descanso. Me despertaba en mitad de la noche empapada en sudor, aterrada por pesadillas… soñaba que tú me golpeabas de nuevo. Así que, como comprenderás, ahora ni siquiera quiero verte.

Lester me miró como si me viera por primera vez. Se acomodó el cabello, como si su apariencia fuera crucial en ese momento, y puso cara de arrepentido:

—Nunca quise hacerte daño. En ese momento… no me controlaba. Si pudiera dar marcha atrás… No puedo cambiar el pasado, pero te prometo un futuro feliz. No volveré a comportarme como un imbécil. Te respetaré, seré amable contigo. Perdóname, dame una oportunidad.

No creí en su repentino cambio. Algo tramaba. Para calmar sus sospechas, decidí fingir que le creía.

—Lo intentaré… pero necesito tiempo. Y para empezar, necesito saber todo lo que hiciste durante mi ausencia. Qué órdenes diste, cómo administraste los fondos del reino… todo.

Su expresión se tensó, aunque intentó disimularlo. Lentamente, como si me pidiera permiso con cada movimiento, tomó mi mano. Su contacto era desagradable, frío, como hielo que se escurre por la piel y congela el alma. Contuve las ganas de apartarlo. Él, satisfecho con mi “sumisión”, sonrió apenas y besó mis dedos. Sentí náuseas. Sabía que nunca más podría verlo con otros ojos.

Con renovada confianza, apoyó una mano en el reposabrazos y se inclinó bruscamente hacia mis labios. Me sentí atrapada. Retrocedí con horror, presionándome contra el respaldo de la silla. No soportaría uno solo de sus besos. Nadie volvería a besarme, excepto Atrey.

—Estás apresurándote. Antes no parecías tener ganas de besarme.

Pero Lester, respirando cerca de mis labios, murmuró:

—Siempre tuve ganas. Solo que me lo prohibía… para castigarte.

Volvió a inclinarse, buscando mis labios. Bajé la cabeza y sus labios rozaron mi mejilla. Sentí como si miles de agujas me perforaran el rostro. El miedo se apoderó de mi cuerpo. Todavía tenía demasiado vívidos los recuerdos de su crueldad. Las lágrimas brotaron sin que pudiera contenerlas. Entonces grité:

—¡No me toques! ¡No lo hagas!

La puerta se abrió de golpe y Atrey apareció, alarmado.

Se lanzó hacia Lester, que retrocedió torpemente. En los ojos de mi amado brillaba una furia tan intensa como el miedo. Por un momento creí que golpearía al regente. Pero se contuvo, se volvió hacia mí y preguntó, con voz cargada de angustia:

—¿Está bien, Su Majestad?

Me sequé las lágrimas con las palmas sudorosas y le respondí con firmeza, dirigiéndome a Lester:

—Sí. Su Majestad ya se retira. Y no olvides traer los informes que te pedí.

Lester se alejó con pasos lentos. En el umbral, se giró de golpe:

—¿Cenamos juntos esta noche, Arabella?

—No hoy. Estoy demasiado cansada por el viaje.

Cuando se fue, sentí alivio. No podía seguir a solas con él. Los recuerdos eran demasiado dolorosos. Atrey se arrodilló a mi lado y me tomó la mano con ternura. Con la otra, limpió una lágrima solitaria de mi mejilla.

—Sabía que no debía dejarte a solas con ese desgraciado. ¿Qué te hizo?

—Me pidió perdón… me dijo que me amaba. Y… — dudé. No quería provocarle celos, pero ya había empezado, así que susurré — Me besó en la mejilla. Y todo volvió a mí. Sus abusos, su violencia. No lo soporté. Me quebré.

Me lancé a sus brazos, apoyando la cabeza en su hombro. Él me rodeó con ternura, acariciando mi espalda con suavidad, hasta que mi alma se relajó en su calor. El único hombre cuyos toques deseo. Alcé la cabeza y comencé a besarle el rostro con timidez. Él, herido, murmuró:

—¿Ya no me rechazarás más para quedarte a solas con tu esposo?

Sus palabras me golpearon como una bofetada. ¿Eso había entendido? Sujeté su rostro con ambas manos y le susurré con urgencia:

—Tú eres mi esposo, ¿me oyes? Aunque no oficialmente… ya soy tuya. Lester nunca más me tocará. Te amo, Atrey.

Y sin esperar su respuesta, sellé sus labios con los míos. Un beso ardiente, apasionado, justo lo que necesitaba.




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