Una Reina como Regalo

88

Mi amado se sentó en la cama, quedando peligrosamente cerca. Su mano fuerte tomó la mía, avivando el fuego que ya ardía dentro de mí, y me perdí por completo en sus ojos color chocolate. Eran tan familiares, tan profundos... como si no pudiera ocultarle nada.

—Arabella, ese bebé es mío. Es parte de ti, una extensión de tu ser, así que también es parte de mí. No me importa quién sea su padre biológico: lo amaré como si fuera mío.

No esperaba escuchar algo así. Fue un alivio, una caricia para mi alma herida, que él no solo no se apartara de mí, sino que además aceptara a mi hijo como propio. Se inclinó hacia mí y sus labios capturaron los míos con una urgencia que me dejó sin aliento. Cuando por fin recuperé la capacidad de pensar, susurré:

—Por doloroso que sea admitirlo, ante los ojos del mundo ese hijo será de Lester. Y no sé qué hacer ahora.

—Mañana llega el obispo. Les diremos que el niño es mío, tú y Lester se divorciarán, y yo me haré cargo como padre. Luego, nos casaremos.

Atrey hablaba con tal seguridad, como si todo fuera tan simple como ordenar el desayuno. Ni una pizca de duda en su voz. Él no temía al mañana. Yo sí. Temía la reacción de la corte, de la gente, de todos.

Negué lentamente con la cabeza:

—No puedo hacer eso. Sería un escándalo. Reconocer una infidelidad es como cavar tu propia tumba. Seré objeto de burlas, la comidilla del reino, y todos pensarán que no soy más que una mujer sin honra.

Él sostuvo mi rostro entre sus manos, obligándome a mirarlo.

—¿Y qué importa lo que digan? Eres la reina. Ya hay rumores sobre nosotros por todo el palacio. Lo único que importa es que te libres de Lester y podamos estar juntos.

Dijo en voz alta aquello que tantas veces había soñado.

—Aunque lo diga, nadie nos asegura que acepten separarnos. Los Hellman no se rendirán tan fácilmente. Me arriesgo a convertirme en el hazmerreír.

—Hoy tuve miedo, mucho miedo. Pensé que te habían envenenado y que te perdía para siempre —sus labios encontraron los míos una vez más, mientras sus manos bajaban con firmeza por mi espalda, soltando sin vacilar los nudos del corsé.

Aunque su iniciativa me resultaba deliciosa, supe que debía detener aquello antes de que fuera demasiado tarde. Me aparté apenas, con una sonrisa entre culpable y divertida:

—Nos podrían ver... Ya no estamos en la finca, no deberíamos arriesgarnos.

Él se inclinó aún más, sus besos acariciaban mi rostro, interrumpidos apenas para susurrarme con deseo:

—He dado la orden de no dejar entrar a nadie. No te preocupes. Además, ya no soporto estar lejos de tus caricias. Estos tres días sin ti han sido un tormento.

Yo también había añorado sus manos, sus labios, su forma de amarme hasta hacerme olvidar quién era. Desde que regresamos al palacio, apenas nos habíamos permitido castos besos. Me rendí a su insistencia, desabrochando su jubón, que cayó al suelo junto con la camisa. Finalmente, logró vencer la última lazada de mi corsé y pude respirar con libertad. Sus labios descendieron con seguridad hasta mis pechos cuando, de pronto, se escucharon voces airadas al otro lado de la puerta.

Reconocí de inmediato a Lester. Reclamaba con furia por qué no le permitían el paso al rey.

Mi corazón empezó a golpear como un tambor. Si nos descubría así... no quería imaginar la escena de celos que armaría. Atrey se apresuró a ponerse la camisa justo cuando la puerta se abrió de golpe. Lester apareció, con la furia ardiendo en los ojos. Se quedó paralizado apenas un segundo antes de entrar y cerrar la puerta tras de sí.

Pensé que sería el fin.

—¡Han perdido toda vergüenza! ¿Qué es esto, Arabella? ¡Eres mi esposa! He tolerado tu traición por demasiado tiempo, pero llegó la hora de cumplir mis amenazas —gritó, girándose hacia Atrey y levantando un dedo acusador—. Si no puedes mantenerte alejado de ella, haré que jamás vuelvas a acercarte a nadie.

Acomodé mi vestido con fingida pereza y le respondí con voz indiferente:

—Tranquilízate, Lester. Me alegra que hayas llegado justo ahora, porque ya es hora de hablar con franqueza. Quiero divorciarme. Mañana vendrá el obispo; él ya tiene mi solicitud. Dime cuánto quieres para dejarme en paz. ¿Cuál es tu precio?

Mi frialdad era pura fachada. Por dentro temblaba, sobre todo al ver cómo amenazaba a Atrey. Sabía que Lester era capaz de cumplir sus palabras, y siempre supe que estaba arriesgando demasiado. Sus cejas se fruncieron con furia:

—Parece que olvidas que llevas en tu vientre a mi hijo. Nadie nos separará. Solo quiero una cosa: ser rey. Y ya lo he conseguido, así que no me vengas con tonterías.

—Ese niño no es tuyo. Es mío y de Atrey. Él es su verdadero padre.

No sé de dónde saqué el valor para mentir así, tan segura. El rostro de Lester se oscureció, su voz rugió en la habitación:

—¡Maldita puta! No podrás probarlo. Ese niño es mío ante la ley y no pienso renunciar a él.

Atrey apretó los puños y dio un paso hacia él. Me vi obligada a levantarme, sujetando con una mano su brazo y con la otra sosteniendo mi vestido. Temía que Atrey lo golpeara y eso diera lugar a una excusa oficial para castigarle. Por más que quisiera protegerlo, sabía que Roderick no cerraría los ojos ante una agresión al rey.

Mi amado lo miró con odio contenido:

—No te atrevas a llamarla así. Si no la hubieras obligado, jamás se habría casado contigo ni te habría pertenecido. No pienso volver a perderla. No lograrás separarnos, así que ni lo intentes.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.