Una Reina como Regalo

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Perdí la noción del tiempo. No sabría decir si había pasado una hora, un día o toda una semana antes de que una sirvienta entrara en la habitación. No la conocía. Sin molestarse en saludar, caminó con aires de superioridad hasta la mesa y dejó con desprecio un plato con comida.

—La cena.

Comprendí que era mi único vínculo con el mundo exterior, así que decidí no hacerle ninguna observación. Intenté que mi voz sonara lo más suave posible:

—Dime… ¿el jefe de mi guardia ha muerto?

—¿Tu amante? Sí. Vi cómo sacaban su cuerpo del jardín.

Manchas negras danzaron ante mis ojos. La débil esperanza que aún calentaba mi alma ardió y se deshizo en cenizas. Un torbellino la arrastró con furia, igual que ahora se agitaba mi corazón. Ya no me quedaban fuerzas para seguir. Lo único que me retenía en este mundo era mi hijo… y la venganza. Léstor no podía quedar impune. Yo misma debía hacer justicia. Él era el rey: tenía el poder de ejecutar, de mandar matar, de condenar incluso a los inocentes.

Tragué con esfuerzo el nudo amargo que se me había formado en la garganta. Ignoré el desprecio de la sirvienta al referirse a Atreus como “mi amante”; al fin y al cabo, decía la verdad. No sabía que mi matrimonio fue forzado, ni cuánto amaba yo a Atreus con cada fibra de mi ser. Sí, pequé, no me excuso… pero tampoco mi esposo oficial ha sido precisamente un modelo de fidelidad, siempre rodeado de sus damas de compañía. Indignada por la insolencia de la criada, dejé de ser amable:

—Manda llamar a Emberly. Quiero que me traiga mi camisón y me ayude a cambiarme.

—Eso no será posible. A partir de ahora, yo soy tu única sirvienta. Traeré algo de ropa limpia. Por cierto, el orinal está bajo la cama. El rey fue muy claro: no debo ceder ante tus provocaciones.

Salió de la habitación. No tenía dudas: Léstor me había asignado una carcelera, no una criada. Se comportaba con descaro y sin filtros. Pero nada de eso me importaba ya. Esta mañana había perdido una parte de mí. Como una muñeca muda, comí y bebí el té caliente, solo por el bien de la criatura que crecía dentro de mí. Permití que me cambiara la ropa y me envolví en la manta. Quería dormir cuanto antes, con la esperanza de que ese día fuese solo una pesadilla… y que al despertar, estuviera de nuevo en los brazos de mi amado.

Pero el sueño no llegaba. El dolor me oprimía el pecho. Una y otra vez, las lágrimas corrían silenciosas por mi rostro.

Me despertó el frío. Se había colado bajo la manta y me acariciaba la piel con sus garras heladas. El inicio del otoño no era cálido, y esta habitación en lo alto de la torre era lo más parecido a un calabozo. Tenía que salir. Debía llegar, al menos, al funeral. Necesitaba despedirme de él.

Ser prisionera en mi propio hogar era insoportable. Ver cómo los buitres se adueñaban de lo que por derecho me pertenecía —el poder, el dinero, el palacio—, me llenaba de rabia.

Me levanté y me puse los zapatos. No me atreví a poner los pies descalzos sobre aquel suelo de piedra sucio y húmedo. Me acerqué a la puerta y miré por la rendija. Los guardias estaban allí, adormilados, pero firmes. Decidí probar suerte con un truco femenino. Golpeé la puerta suavemente.

—¿Hay alguien ahí? —Los vi sobresaltarse, pero guardaron silencio—. ¡Necesito un médico! ¡Llamen a un médico, me siento mal!

Los dos se miraron. Murmuraron algo que no pude oír y uno de ellos comenzó a bajar las escaleras. No podía dejar pasar la oportunidad. Convencer a uno era más fácil que a dos. Tosí con fuerza, intentando que sonara real.

—¡Por favor, ayúdenme! Me voy a desmayar...

El guardia fingió no oírme. Pero estoy segura de que escuchaba cada palabra. Seguí insistiendo, aunque él permanecía inmóvil. Así estuvimos hasta que su compañero regresó. No venía solo. Detrás de él venía Léstor.

El último que quería ver.

Corrí a sentarme en la cama y me envolví bien con la manta. No permitiría que volviera a verme en camisón. Léstor entró en la habitación con toda la calma del mundo.

—¿Qué sucede, Arabella? ¿Te sientes mal? ¿O tus nuevos aposentos no te complacen?

Lo odiaba. Lo odiaba con todo mi ser. Solo su presencia bastaba para avivar las heridas aún frescas. Deseaba rodear su cuello con mis manos y apretarlas hasta que dejara de respirar. Mis dedos se aferraban a la manta con fuerza, imaginando que era su garganta.

—Quiero ver a un médico. Me siento muy mal.

—Te las arreglarás. Tus únicos visitantes a partir de ahora seremos Sheira y yo.

Así que ese era su nombre. “Sheira”. Sonaba más a nombre de perro que de persona. Me indignó su respuesta, pero decidí jugar mi carta más fuerte: la que sabía que más le importaba.

—Puedo perder al bebé. Y si yo muero también, perderás tu único derecho al trono. Nunca serás rey.

—Arabella, me sorprendes. Si te soy sincero… no me importaría que perdieras a ese bastardo. Así podrías volver a quedarte embarazada, esta vez de un hijo mío.




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