Una Reina como Regalo

Epílogo

Atrey no encontraba paz. Caminaba de un lado a otro del elegante salón con pasos amplios y acompasados, mientras los gritos de su esposa lo llenaban de angustia. Su imaginación, desbordada por la ansiedad, le mostraba los peores escenarios. Hubiera querido absorber todo su dolor, llevárselo él mismo, pero sabía que era imposible, y eso lo hacía sentirse aún más impotente. Y nada era más insoportable que sentirse inútil.

La voz suave de su madre, sentada junto a su padre en un diván color arena, lo devolvió de golpe a la realidad:

—Hijo, no te preocupes tanto. Esos gritos son normales durante el parto. Estoy segura de que todo saldrá bien, tanto con Arabella como con su bebé.

Hizo énfasis en las últimas palabras. Atrey nunca les confesó a sus padres que aquel bebé, quizá, era suyo. Sabía que su madre jamás aceptaría semejante verdad. Era una mujer devota, estricta, y no dudaría en juzgar a Arabella. Ya bastante mal la dejaban los rumores que recorrían el palacio, atribuyéndole a la reina amantes que nunca existieron.

A él no le importaban esas habladurías; confiaba plenamente en su esposa. Pero eso no quitaba las ganas de coserles la boca y arrancarles los ojos a quienes las propagaban. Para todos los demás, aquella criatura seguía siendo hija de Lester.

Una sonrisa se dibujó en su rostro al recordar la boda: espléndida, majestuosa. Los maliciosos cuchicheaban a sus espaldas: unos decían que Arabella había obligado a su antiguo guardia a casarse con ella, recordando el amor infantil que siempre sintió por él; otros afirmaban que Atrey había caído rendido ante la promesa de un trono.

Pero sólo un ciego no habría notado cómo se miraban el uno al otro. Entre ellos chispeaba una llama auténtica, irrefrenable.

El único que empañó la celebración fue Matthew, sorprendido en brazos de una doncella medio desnuda. Aquella nueva traición a Sibylla fue un escándalo.

Desde la coronación de Atrey, la atención de las damas del reino hacia él creció visiblemente. Sin embargo, él no se dejaba tentar. Nadie existía para él fuera de Arabella. Siempre intentaba permanecer a su lado, sin ambiciones de poder. Solo cuando era necesario, le ofrecía consejos certeros. Sabía que Arabella había nacido para gobernar, y sería una gran reina.

Finalmente, se oyó el llanto de un bebé. Pero Atrey aún no podía respirar tranquilo. La preocupación por su esposa seguía anudada en su pecho como una enredadera invisible.

Al cabo de unos minutos, la partera salió y anunció con solemnidad:

—¡Felicidades, Majestad! La madre y la criatura están bien. Puede ir a verlas si lo desea.

No hacían falta más palabras. Atrey salió disparado hacia la alcoba. Allí, tendida sobre la cama, exhausta y pálida, con el cabello suelto y los ojos fijos en el bebé que acunaba en brazos, Arabella le pareció la mujer más hermosa del mundo.

Se acercó deprisa, se sentó junto a ella y empezó a llenarle el rostro de besos:

—¿Cómo estás, mi amor?

Ella le dirigió una mirada temerosa:

—Todo me duele. Siento que mis huesos se hicieron polvo, como si me hubieran molido entera.

Atrey apretó los dientes, y luego miró al bebé. Buscaba rasgos familiares. Una mirada azul lo observaba con curiosidad. La piel del recién nacido, apenas rosada, contrastaba con la de su madre. El cabello oscuro podría venir de Arabella, pero los labios carnosos, la hendidura en el mentón, la frente ancha y las cejas rectas… eran suyos. Sin duda.

El corazón le dio un vuelco. ¡Era suyo! Era el padre. El verdadero.

Tocó al bebé con cuidado, y este se aferró a su dedo. Atrey miró a su esposa con una mezcla de amor, gratitud y adoración:

—Gracias por darme un hijo. Es igual a mí, salvo por la nariz… esa es tuya.

Le besó la nariz con ternura, y Arabella soltó una carcajada cristalina:

—Oh, agradeces demasiado pronto… No es tu hijo. Es tu hija.

Atrey no podía creer tanta felicidad. A su lado estaba la mujer que amaba y una pequeña princesa en sus brazos.

Después de tantas pruebas, aquel momento era invaluable. Supo con certeza que no cambiaría su familia por ninguna riqueza del mundo, ni por el poder absoluto, ni por las mujeres más hermosas. Todo lo que necesitaba estaba allí, entre sus manos: una sostenía la diminuta manita de su hija, y la otra abrazaba a la mujer de su vida.

¡Mis queridos lectores!
La historia de amor entre Arabella y Atrey ha llegado a su fin, envuelta en suspiros y emociones que espero hayan tocado su corazón. Gracias por acompañarlos en cada página, en cada latido.
Si este viaje les ha emocionado, me haría muy feliz que dejaran un corazón para el libro y se unieran a mi página. Y si desean más pasión y misterio… los invito a adentrarse en mi nueva historia: "El secreto de la sirvienta". Juntos, conquistaremos el alma del rey más indomable.

¡Atentamente, Krystyna Asetska!




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