Una trampa para el insoportable

Capítulo 1. Los peligros del café

BRENDA

*

«¿Por qué mis amigos tienen papá y yo no?».

Las lágrimas no paran de brotar, si continúo así me agotaré los pañuelos desechables de toda la oficina.

Tengo una mezcla de enojo y tristeza. Estoy enojada porque sabía que esas preguntas llegarían y no me preparé para una respuesta buena; triste porque nunca quise que mi hijo tuviera la necesidad de preguntar eso. Soñé con darle una familia con madre y padre, no pude.

Bruno tiene cuatro años, en su inocencia me ha preguntado aquello justo antes de dormir; evadí la pregunta como una cobarde. Es mi único hijo, la razón de mi existir y a quien temo he causado más daño. Nunca pensé que su padre nos abandonaría, no parecía ser de ese tipo de hombre, pero me equivoqué. No elegí mejor. No importan las veces que me digan que no es mi culpa, yo siento que sí. Debí adivinarlo. Es mi responsabilidad como madre cuidar de mi hijo.

Yolanda se acerca a mi escritorio con una caja nueva de pañuelos desechables y la deja frente a mí. Se encuentra en una llamada, sólo me sonríe y se marcha. Es prima de nada más y nada menos que del famoso Fabián Santana, el conductor más joven que ha tenido el noticiero nocturno de la televisora y que ahora se encuentra triunfando en los Estados Unidos. Yo fui su secretaría por mucho tiempo hasta que se marchó. Ahora vive el «sueño americano» con Casandra, su ex asistente convertida en su esposa, y su pequeño hijo que apenas tiene unos meses de nacido.

Y, desde que se marchó Fabián, todo ha sido un desastre para mí.

Su suplente no quiso a una secretaría «pasada de peso» como yo, así que contrataron a otra y a mí me dejaron como la asistente de la asistente del productor de la revista matutina(1) «¡Hola! ¡Hola, México!». Mi salario es el mismo, mis obligaciones más y las burlas mucho más. Lo peor, es que no considero que mi cuerpo debería influir en mi puesto de trabajo, ¡ni soy conductora de televisión! Y, aunque lo fuera, ¡tampoco debería influir! Pude quejarme, por supuesto, en un universo perfecto habría hecho eso y recuperado mi puesto, pero en la vida real sólo me quedó apechugar y bajar la vista.

—Brendi, cariño, ¿puedes llevar esto al set? —pregunta Matilda, la asistente del productor, y me entrega una hoja de papel llena de garabatos. Sin permitirme responder, agrega—: Gracias, Brendi, eres un encanto.

Y se marcha con un contoneo exagerado de cadera.

Quiero volver a llorar, pero ya no sólo por Bruno, sino también por mí. Respiro hondo un par de veces, limpio mis lágrimas y trato de interpretar los garabatos en el papel.

Matilda quiere que lleve café.

Levanto la mirada. Las lágrimas quieren volver a caer. En mi puesto anterior nunca tenía que hacer cosas como ésta, al menos que quisiera. Mis responsabilidades eran otras, ahora tengo que ir por el café, limpiar las oficinas y, en resumen, ser la perrita faldera de Matilda y el productor.

Me gustaría tanto renunciar, pero entonces… ¿cómo mantendría a Bruno? Mamá me ayuda cuidándolo cuando trabajo, soy el único sustento de la casa. No puedo permitirme soñar con un empleo que me guste, sino tomar lo que la vida me da y tratar de hacer lo mejor que pueda.

—Es sólo café —me digo en voz baja mientras abandono la oficina.

Para llegar a la cafetería debo pasar por la oficina donde me encontraba antes. Intento no mirar hacia la puerta, no quiero recordar mi época feliz en la televisora, sino que apresuro el paso hasta la cafetería y saludo con una sonrisa a la barista.

Primero debo interpretar los garabatos de Matilda. Traduzco en una servilleta los cafés que ha anotado y lo entrego a la chica. Aguardo pacientemente y, cuando colocan frente a mí los ocho vasos de café, sólo puedo preguntarme si me vieron cara de pulpo.

—¿Cómo se supone que llevaré todo esto…?

La barista me sonríe y pone sobre el mostrador dos bandejas de cartón, cada una puede sostener cuatro cafés. Ni tiene caso comentar que puedo quemarme o que una bebida se podría derramar, a nadie le importa. Las lágrimas se vuelven a aglomerar en mis ojos y pienso en mi puesto de antes cuando hasta tenía tiempo para salir a hacer ejercicio.

Acomodo los cafés, suspiro y, con movimientos dignos de un malabarista, me marcho con mis bandejas de café. El primer accidente casi ocurre al empujar la puerta con el hombro, pero mi blusa blanca continúa impoluta mientras camino hacia el set de grabación.

Mi mirada se prenda irremediablemente de la puerta de la oficina donde estuve antes. Por instinto meto el estómago y trato de contenerlo así. Después del embarazo no logré deshacerme del vientre abultado, aunque bajé de peso. Esa porción de piel sigue ahí y, al parecer, al nuevo conductor del noticiero nocturno no le gustó. Ahora posee a una curvilínea secretaria con la cintura más diminuta que he visto, es preciosa.

Las puertas metálicas del set de grabación son pesadas. Por suerte, un chico de producción abre la puerta y me permite pasar.




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