Thiago
*
Matilda solloza frente al escritorio de mi padre como si un familiar hubiera muerto, es una exageración. De sus ojos caen grandes y redondas lágrimas mientras usa un pañuelo desechable tras otro y luego los arroja en el basurero que moví a su lado porque sólo los estaba tirando en el suelo.
Me cuesta mantener la expresión seria y no poner los ojos en blanco cuando cuenta por décima vez cómo Brenda, su asistente, le arrojó el café. Obviamente está omitiendo la parte donde la ha llamado «mamá luchona» y al niño un «bastardo».
—¿Pero le dijiste algo? —insiste mi padre.
—Sólo la reprendí porque no pidió el café del señor Thiago a la temperatura correcta —solloza Matilda.
Mi padre me dedica una mirada y niego, no fue así. Sin embargo, él suelta un suspiro hondo y señala la puerta de su oficina.
—Hablaré mañana con ella.
—Despídela —ordena Matilda—. Es un peligro, ¡pudo quemarme gravemente!
Matilda suele olvidar que debe hablar con respeto a mi padre, es su jefe. Una cosa es lo que yo haga, otra lo que los demás se atreven a hacer.
—El café estaba caliente, pero no tanto —comento. Reconozco que exageré con eso de que estaba hirviendo.
Matilda niega.
—Ya no la quiero como asistente, Alejandro.
«¿Alejandro?». Nadie suele llamar a mi padre por su nombre.
Él evita mi mirada y vuelve a señalar la salida.
—Tomaré en cuenta tu opinión, Matilda, ahora necesito hablar con Thiago.
Matilda se incorpora, tira de su diminuta falda para cubrir más piel y abandona la oficina sin parar de menear las caderas.
—¿Alejandro? —inquiero cuando, ya a solas, ocupo el asiento que ha dejado libre Matilda—. ¿Desde cuándo una empleada te habla así?
—No sé. —Encoge los hombros—. Te aseguro que no era yo el que la tenía arrinconada en un pasillo de los camerinos. Quizá si mi hijo dejara de darle esa confianza, me respetaría más…
La pedrada me incomoda, pero consigo disimular.
—Menos mal, eso no le gustaría a mamá.
Mi padre se relaja en su silla ejecutiva y menea la cabeza.
—Tu mamá no tiene nada de qué preocuparse —zanja el asunto—. Tú, por el contrario…
—¿Yo qué? —Enarco una ceja—. Mantengo a flote el programa.
—Burlándote y agrediendo a otros conductores.
—No es mi culpa que sean tan estúpidos.
—Tienen más experiencia que tú.
—Pues no parece —suspiro—. Son anticuados.
—Si por anticuados te refieres a que no son groseros, pues sí, son anticuados, pero al menos no recibimos reclamos porque se burlan de los niños que están participando en las diferentes actividades del programa.
Entorno los ojos.
—No me burlé de ese niño, ¡canta mal!
—Dijiste que parecía una foca atropellada.
No resisto la risa. Me controlo porque mi padre parece a punto de arrojarme su celular en la cara.
—No cantaba bien —resumo y acomodo mi saco.
—Lo sé, pero no puedes decirle eso a un niño, Thiago.
—Bueno, intentaré ser menos honesto…
Él vuelve a menear la cabeza, se queda unos segundos en silencio y vuelve a hablar.
—¿Qué sucedió con Brenda? —pregunta con renovado interés, lo cual es extraño porque nunca ha sido de sus favoritas.
—Matilda quería pelear —explico—. La llamó «mamá luchona» y a su hijo le dijo «bastardo».
Mi padre hace una mueca de desagrado y menea la cabeza.
—Hablaré con Matilda.
Debería sancionarla, pero la verdad no me interesa cómo lleve su empleo mi padre.
»Esa Brenda, era la secretaria de Fabián Santana —agrega.
—Entonces debería estar acostumbrada a los jefes estrictos, ¿no?
—Es un poco lenta, pero…
—¿Pero…?
Él niega. Parece quedar atrapado en sus pensamientos por unos instantes y luego vuelve a reaccionar:
—Nada… Ve a terminar el programa.
—Iré a casa —decido y me incorporo. Mi padre frunce el entrecejo. Físicamente somos tan parecidos que me desagrada; hubiera preferido parecerme a mi madre—. Estoy un poco agobiado por todo el problema entre Matilda y Brenda, prefiero descansar.
—Todavía queda media hora de programa, Thiago.
Me alejo del escritorio hacia la puerta, pero antes de salir me giro hacia él y digo: