Una trampa para el insoportable

Capítulo 8. Un error y un acierto.

Thiago

*

Regreso a casa ya casi al anochecer. Fue un día largo y pesado, aunque no debería serlo porque fue exactamente igual a cualquier otro de mis domingos.

Matilda esperaba por mí en el gimnasio. Sabe que a veces voy los domingos, fingió un encuentro casual y de alguna forma terminamos en un motel. Ella sugirió mi departamento, pero eso estaba fuera de discusión; sólo he traído a Dayana.

No debí acostarme con Matilda, lo sé, fue un error, pero tenía la cabeza echa un desastre porque no había dormido por pensar en lo que provoca Brenda. En más de una ocasión me encontré preguntándome cómo se sentiría conocer su cuerpo en lugar de estar con una chica que no me provoca nada más que las reacciones comunes del cuerpo humano.

Hubiera preferido dormir en casa, pero tampoco quise enfrentarme a la soledad de las cuatro paredes en un día que las personas destinan a pasar con su familia. Podíamos ser dos patéticos aplacando la soledad en un motel.

Me estaciono en el estacionamiento privado del edificio, subo en el ascensor y reviso mi celular por costumbre; olvidé que se quedó sin batería desde que llegué al motel.

Estoy exhausto. Quería dormir, pero tampoco me apeteció hacerlo al lado de Matilda. Preferí llevarla a su casa y marcharme a mi departamento a dormir. Mañana me espera otro odioso lunes y, por consiguiente, la semana entera de madrugar para llegar temprano a la televisora.

El ascensor se detiene. Inhalo hondo, necesito reunir fuerzas hasta para dar un paso fuera del cubo metálico y, cuando las puertas se abren, un apetitoso trasero, enfundando en un pantalón de mezclilla ajustado, me da la bienvenida.

«Conozco ese trasero», es lo primero que pienso.

El apetitoso trasero está unido a unas piernas torneadas que suelen pasearse en una falda ajustada por la televisora.

«¿Qué hace Brenda aquí?».

Las puertas del ascensor comienzan a cerrar. Interpongo una mano, salgo y vuelvo a quedarme petrificado como si fuera terrible que me viera aquí cuando es el edificio donde vivo.

Brenda tiene los brazos recargados en el mostrador, su trasero se ve increíble en esa posición. Podría quedarme mirándolo, pero su risa me distrae y descubro que mira hacia la habitación que se encuentra atrás del mostrador. Sólo tengo que avanzar unos cuántos pasos para descubrir que ríe por algo que ha dicho el recepcionista quien, además, se encuentra jugando algún videojuego en la consola que tiene ahí mientras que, a su lado, está Bruno con los ojos muy abiertos mirándolo jugar.

«¿Por qué permitimos que tuviera esa consola de videojuegos?», me recrimino. El tipo pidió permiso, nadie se negó. Debí negarme.

Me aproximo, pero me detengo a unos metros cuando la expresión de Brenda ocasiona una ola de calor en mi pecho. Tiene una mirada que nunca le había visto, está llena de amor, orgullo, protección… Creo que es la forma en que las madres deben mirar a sus hijos. No sé si mi madre me miró así alguna vez, me temo que no.

Ella parece sentir mi mirada. Primero gira el rostro hacia el otro lado y luego hacia donde estoy, entonces sonríe y sé, sin lugar a dudas, que estoy perdiendo el control de mi bien elaborada y planificada vida.

—Thiago, hola. Disculpa que me presente así, pero estuve escribiéndote al celular y nunca respondiste.

Y, para acompañar sus palabras, me enseña la pantalla de su propio teléfono donde me ha escrito los mensajes que menciona.

—Me quedé sin batería…

Brenda repara en que tengo el cabello húmedo. Tomé otra ducha antes de irnos del motel y, creo, adivina en dónde he estado. Sus mejillas se tiñen de rojo y borra la sonrisa.

—Sólo tenía que entregarte esto —dice al tiempo en que saca un sobre grande de su bolso—. Tu padre me ha pedido recogerlo en la televisora porque no podía contactarte y necesita que lo revises antes de mañana.

—Podía enviármelo.

—Supongo. —Encoge los hombros—. No sé.

Me entrega el sobre y mira sobre el hombro, hacia la habitación, cuando Bruno suelta una carcajada por algo que ha visto en la pantalla de la televisión.

»Debo irme.

—¿Ya?

Ella asiente.

—Bruno, cariño, despídete de tu amigo.

El recepcionista detiene el videojuego e intercambia un golpecito de puño con Bruno; entonces éste sale corriendo y abraza la pierna de su mamá. Sus enormes ojos, iguales a los de ella, se posan en mí y noto, al instante, que me ha reconocido.

Mi vista cae en sus pies, lleva los tenis que le regalé. No puedo controlar una sonrisa. Me agacho, para quedar a su altura y pregunto:

—¿Quieres comer helado?

Bruno se esconde atrás de la pierna de su mamá, sólo asoma una pequeña porción de su rostro, pero asiente.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.