Uno

C10: El Despertar de los Sentidos

El bosque, para Cristiam, había sido hasta ahora una serie de datos, texturas renderizadas, sonidos muestreados y algoritmos de movimiento de follaje. Pero ahora, cada fibra de su ser, cada receptor sensorial que había estado en un estado de latencia programada, se veía bombardeado por una sinfonía caótica y abrumadora de sensaciones.

El aire no era simplemente una mezcla de nitrógeno y oxígeno; tenía un olor terroso y dulce, una fragancia a humedad, a hojas en descomposición y a algo floral que no podía identificar. Se colaba en sus pulmones de una manera que los filtros de aire de la cúpula nunca habían permitido, una pureza cruda que lo hacía toser al principio, pero luego lo llenaba de una energía extraña.

El suelo bajo sus botas no era la superficie uniforme y estéril de las pasarelas cúpula; era irregular, blando en algunos puntos, firme en otros, con raíces que se alzaban como venas de la tierra y piedras que se incrustaban en la suela. Cada paso era un acto de equilibrio, una negociación constante con el terreno.

Los sonidos... ¡ah, los sonidos! No eran los ecos amortiguados de la ciudad, ni la música ambiental cuidadosamente curada. Era un coro de chirridos, zumbidos, el susurro del viento entre las hojas, el canto de pájaros que nunca había oído, el crujido de ramas bajo sus pies y, ocasionalmente, el aullido distante de alguna criatura desconocida que le erizaba el vello de la nuca. Era un ruido constante, pero no agotador; era la banda sonora de la vida misma, y lo envolvía por completo.

Ariel, observando su reacción, no pudo evitar una sonrisa apenas perceptible. Había visto esta transformación antes en otros "turistas" de las cúpulas. Era el choque de la simulación perfecta contra la realidad imperfecta y gloriosa.

"¿Qué te parece el 'sonido ambiente', Cristiam?", preguntó Ariel, su voz mezclándose con el murmullo del bosque. "No hay necesidad de ajustar el volumen, ¿verdad?"

Cristiam, aún procesando la avalancha sensorial, tardó un momento en responder. "Es... es diferente. Más denso. Hay demasiada información. Mis procesadores neurales están trabajando a máxima capacidad para catalogarlo todo."

"No todo necesita ser catalogado", replicó Ariel con una ligereza que contrastaba con la intensidad de Cristiam. "A veces, solo necesitas sentirlo."

Caminaron durante lo que parecieron horas, aunque para Cristiam el tiempo se había vuelto un concepto elástico. El sol se filtraba a través del dosel de los árboles en patrones cambiantes de luz y sombra, creando un caleidoscopio dinámico que era imposible de replicar con píxeles. Vio insectos revolotear, algunos con colores metálicos que desafiaban cualquier paleta digital que hubiera creado. Tocó la corteza rugosa de un árbol, sintiendo las grietas y las texturas que nunca se habían traducido completamente en un modelo 3D.

De repente, Ariel se detuvo abruptamente y levantó una mano, indicando silencio. Cristiam, por instinto, también se detuvo, su mirada escaneando el entorno. "¿Qué ocurre?", susurró.

Ariel no respondió de inmediato. Aguzó el oído, su cabeza ladeada. Luego, con un movimiento rápido, se agachó y señaló una huella fresca en el barro. Era grande, de tres dedos, y la tierra alrededor estaba revuelta.

"Una garra de tierra", murmuró Ariel, sin apartar los ojos de la huella. "Han estado cerca."

Cristiam frunció el ceño. "¿Garra de tierra? ¿Es un animal salvaje? ¿Peligroso?" Su mente, acostumbrada a los parámetros de seguridad de la cúpula, disparó alarmas.

Ariel se irguió, una expresión de cautela en su rostro. "Son... protectores de su territorio. Y sí, pueden ser peligrosos si se sienten amenazados. Son como los guardias de este lugar, solo que más... orgánicos." Una media sonrisa se dibujó en sus labios. "Pero no te preocupes. Sabemos cómo evitar problemas."

Cristiam no estaba del todo convencido. La idea de un depredador real, no un programa con una IA predecible, era algo nuevo y perturbador. Miró a su alrededor con una nueva apreciación del peligro, una que las simulaciones nunca podrían haberle dado. Esta no era una aventura programada; era la vida real, con sus riesgos y sus recompensas. Y, por primera vez, Cristiam sintió un escalofrío que no era por el frío, sino por una mezcla de miedo y una emoción extraña, casi embriagadora.

La lección de Ariel no era solo sobre la belleza del mundo exterior, sino sobre su brutalidad inherente, su indiferencia ante la existencia humana. Y en esa indiferencia, Cristiam comenzó a vislumbrar una forma diferente de existencia, una que lo desafiaba a cada paso.




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