La decisión de tener un hijo, para Cristiam y Ariel, fue el fruto maduro de su amor y de la fusión de sus perspectivas. No fue una ligereza, sino una elección consciente, sopesada con la gravedad de sus dos mundos. Habían demostrado una adaptabilidad asombrosa, moviéndose entre la cúpula y el bosque con una fluidez que sorprendía a ambos bandos. Cristiam había aprendido a cazar con la misma destreza con la que programaba, y Ariel había dominado los intrincados sistemas de la cúpula, viendo la lógica detrás de la tecnología con una intuición asombrosa. Habían construido un puente, no solo entre ellos, sino entre sus mundos.
Sin embargo, la concepción y el embarazo se convirtieron en el primer gran desafío, no por la biología en sí, sino por la colisión de sus realidades.
En la cúpula, el embarazo era un proceso meticulosamente controlado. Cada etapa monitoreada por tecnología avanzada, cada nutriente medido, cada riesgo minimizado hasta la insignificancia. Los médicos de la cúpula, con sus batas impolutas y sus pantallas holográficas, veían el cuerpo de Ariel como un complejo sistema biológico que necesitaba ser optimizado. Querían realizar pruebas genéticas exhaustivas, monitorear cada latido fetal con sensores implantados, programar el parto para el momento más "seguro y eficiente". Para ellos, era una cuestión de ciencia, de control, de erradicar cualquier variable incierta.
Ariel, sin embargo, se sentía como un experimento. Su cuerpo, que siempre había sido una extensión de la naturaleza, ahora era objeto de un escrutinio clínico que la dejaba fría. Ella confiaba en sus instintos, en la sabiduría ancestral de su gente sobre las hierbas y los ciclos de la luna, en la conexión innata de la mujer con la vida que crecía dentro de ella. Se negaba a someterse a cada procedimiento invasivo, a cada análisis que le parecía una intromisión en un proceso tan sagrado y natural. "Mi cuerpo sabe", decía con una calma que exasperaba a los médicos, "la Tierra sabe".
Cristiam se encontró atrapado en el medio, el puente viviente entre dos filosofías irreconciliables. Por un lado, la lógica innegable de la medicina de la cúpula, que prometía seguridad y minimización de riesgos en un mundo que ya era inherentemente peligroso. Por otro, la profunda sabiduría y la conexión espiritual de Ariel con la vida, que él había llegado a respetar y entender. Intentó negociar, traducir, mediar. Explicaba a los médicos la importancia de la autonomía de Ariel y la validez de sus creencias, mientras a Ariel le explicaba la intención benigna de la tecnología, aunque a menudo torpe y despersonalizada.
Los debates eran agotadores. La familia de Cristiam veía la renuencia de Ariel como una imprudencia, una amenaza para la salud del futuro heredero. La gente de Ariel veía la intrusión de la cúpula como una profanación, una muestra de su arrogancia y su desconexión con la vida.
Finalmente, se llegó a un compromiso tenso. Ariel aceptaría algunas de las pruebas menos invasivas, aquellas que Cristiam lograba explicarle como herramientas para "escuchar mejor" al bebé, no para controlarlo. Pero el parto, eso sí, sería en el bosque, bajo el cuidado de las mujeres de su clan, con Cristiam a su lado, y con la presencia de un médico de la cúpula, un joven obstetra de mente más abierta que Cristiam había logrado convencer de que observara y aprendiera, en lugar de dictar.
La gestación fue un acto de equilibrio constante, un recordatorio diario de que su amor, por muy fuerte que fuera, no borraba las profundas diferencias entre sus mundos. El niño que venía en camino no solo sería la unión de dos personas, sino el crisol de dos civilizaciones, el primer ciudadano de una nueva era, o quizás, el detonante de conflictos aún mayores. Este pequeño ser, aún no nacido, ya era el epicentro de una revolución silenciosa.