Llegó el día lunes
(Aclaración: muchas veces no sabía qué escribir. Pasaban los días y pensaba que mi semana era muy simple, que no tenía nada que contar, más aún cuando solo iba a clases, volvía y mi procedimiento estaba en espera o en proceso).
No recuerdo qué día exacto fue, pero ocurrió unos diez días después de la llamada con la asistente social. Coordiné una llamada con la abogada de la fundación que llevaría mi caso, en conjunto con otro grupo de especialistas.
Mi primera impresión al hablar con ella fue muy positiva. Desde el inicio hasta el final, me habló con claridad y me explicó con detalle cada paso que se debía seguir. Algunos puntos ya me los había mencionado la trabajadora social, pero la abogada fue más realista, más precisa. Sentí que no me ocultaba nada, y eso me dio mucha confianza.
A este punto olvidé mencionar que estudió Derecho y ya estaba en mi segundo año. Eso hacía que algunos conceptos o procedimientos me fueran familiares. Cada vez que podía, en trabajos o tareas, elegía hablar sobre educación o adopción, temas que tocan profundamente mi historia personal.
Volviendo a la conversación con la abogada, me sentí muy cómoda. Su trato era cálido y amable. Se ofreció a ayudarme incluso en dudas relacionadas con mi carrera, porque en un momento de nuestra extensa conversación le comenté que me gustaba el área de Derecho de Familia.
El martes no me sentí bien. No sé si fue algo que comí o si eran los nervios, pero mi ánimo no estaba bien. Seguía en espera de avances y, sinceramente, en mi vida no pasaba nada extraordinario. Eso sí, lo único que siempre estaba presente eran los miedos y las dudas. Pero agradezco profundamente el apoyo que recibí en esos momentos.
El miércoles y el jueves estuve menos pendiente de todo. Por un lado tenía pruebas, y por otro, buscaba unos cuadernos para empezar algo muy especial: un diario donde pondría mi historia, pensamientos, fotos, dibujos… algo único, algo mío.
El viernes encontré el cuaderno perfecto y me hizo muchísima ilusión. Compré de todo para decorarlo, llenarlo y hacerlo verdaderamente mío.
Desde aquella conversación con la abogada, y por recomendación de una profesora, me metía casi todos los días (o día por medio) a revisar los estados del proceso, por si llegaba alguna respuesta. Aunque no tenía muchas esperanzas por los tiempos que suelen demorar, cada vez que abría mi correo, los primeros nombres eran siempre los mismos: la fundación, la asistente social, la psicóloga y la abogada.
Luego de verificar mis datos con la asistente social y la abogada, empezaron las reuniones en las que participábamos las tres y mi papá. Justo en ese tiempo, él preparaba un proyecto laboral importante.
Fijamos fechas y volvimos a conversar. Profundizamos en muchos temas, algunos para conocerme más, otros para detallar todo el proceso y cómo me prestarían ayuda y orientación en algo que sería largo y emocional.
En varias ocasiones me preguntaban si estaba lista y segura de continuar. Y yo, sinceramente, estaba emocionada. Feliz. Porque dar ese paso significaba avanzar hacia algo que siempre había buscado. Algo que pedí en cada uno de mis cumpleaños. No buscaba tanto conocerlos a ellos… Mi mayor motivación era encontrar respuestas sobre mis antecedentes médicos. Saber si había riesgos, enfermedades graves, algo que pudiera prevenir. En lo personal, creo que esa fue siempre mi razón principal.
Cuando era niña, muchas veces no me sentía yo. Me sentía perdida, como si no tuviera un lugar. Y sabía, muy dentro de mí, que para cerrar esa herida y encontrarme… tenía que empezar este camino.
Eso sí, al principio no me sentía muy cómoda contándoselo a mi familia. No sé si era por miedo, o por falta de confianza, o por temor a que me criticaran. Tal vez simplemente necesitaba tiempo. El tiempo necesario para poder hablarlo con calma… y con el corazón.