Fue justo por esta época que cumplí el primer año de todo este proceso.
Un año de idas y venidas a la fundación, de conversaciones con la psicóloga y la asistente social. Un año que, aunque a veces se sentía eterno, también traía consigo momentos de claridad y pequeños avances.
Quiero detenerme un poco en esas últimas semanas del año. Para ubicarnos: diciembre, finales... ese período en que el tiempo parece acelerarse antes de que el año se despida.
Final de año y vacaciones
Ese lunes fue especialmente agitado. Salimos a comprar los regalos de Navidad y, por primera vez, sentí una ilusión distinta. No era como en otros años: esta vez yo había trabajado, yo tenía mi propio dinero, y con eso pude comprar regalos para mis padres, mi hermano y algunas de mis tías. Claro, necesité ayuda —no tenía idea de qué regalar— pero aún así, era algo mío. Un gesto que venía desde lo que podía aportar.
En cuanto a mis primos, solía ver más a los del lado materno, aunque rara vez asistían a las celebraciones. El único que sí estaba presente era el que vivía allí mismo, pero nuestra relación era distante. Entre primos, casi nunca nos dábamos regalos. Aun así, como buenos chilenos, dejamos todo para último minuto: los dos días previos —o incluso horas antes— de Navidad, corriendo de tienda en tienda, volviendo a casa a eso de las cinco de la tarde. Y eso que salimos “temprano”. Después, tocaba prepararse para la fiesta, que como siempre, era en casa de mis abuelos.
Los días siguientes fueron tranquilos, silenciosos. Sin clases, me dedicaba a leer, a bailar, a estar conmigo misma. Sobre la adopción... bueno, era un proceso largo, lento, y justo cuando parecía que avanzaba, llegó el receso judicial. Los tribunales se fueron de vacaciones, y la solicitud de desarchivo quedó ahí, suspendida, como colgando en el aire.
Solo quedaba esperar. Y ese, quizás, fue el momento de mayor ansiedad.
El fin de semana —ya rozando el cierre del año y el inicio del nuevo— fue intenso. Iba de mi casa a la de mis abuelos. No eran las visitas más emocionantes, pero tampoco las más difíciles. Me quedaba conversando con ellos, especialmente con mi abuelo. Tenía sus historias de siempre, repetidas mil veces, y yo nunca me cansaba de escucharlas.
La que más contaba era sobre su infancia en Chillán. De cómo, siendo muy joven, se vino a la ciudad con su familia. Trabajaba en la feria y, al mismo tiempo, estudiaba. Terminó el cuarto medio, consiguió empleo en una ferretería, conoció a mucha gente —políticos incluso— y gracias a esas conexiones logró la ayuda para hacer los trámites de la casa en la que vivieron casi toda su vida.
Me hablaba con orgullo del terreno que él mismo eligió, de cómo fue de los primeros en llegar a ese sector. También hablaba de fútbol, y de cómo le brillaban los ojos al mencionar los logros de sus hijos y nietos.
Ahí estaba yo, diferente a mis primos, aprovechando ese tiempo. A veces me desaparecía por semanas, por estudios o simplemente por la distancia. Pero cuando estaba, me quedaba con ellos, a veces en silencio, tomando sol. Era un silencio cómodo. De esos que dicen más que mil palabras.
Una vez, buscando la dirección en Google Maps, me encontré con algo gracioso: en la imagen aparecía mi abuelo, como siempre, en su hamaca, tomando sol a la misma hora de todos los días. Una postal de rutina y ternura.
No estaba segura de contar esto, pero… en mi familia, como somos muchos y para no hacer grandes gastos, jugamos al amigo secreto. Por tercer año consecutivo, me tocó el mismo tío. Y, por tercer año consecutivo, no tenía idea de qué regalarle.
Tampoco sabía si mencionar que, durante unos días de diciembre, mi primo —el que vivía allí— se fue a trabajar al campo. Entonces yo tomé su lugar. Estuve ayudando a mi tía y a mis abuelos, haciendo lo que podía a mi manera. Más adelante, ya en enero, mi mamá y yo nos quedamos unos días allá. Dormíamos en el living porque mi primo también se quedaba. Cada vez que podía, trataba de hablar con él. Nuestra relación era neutra, casi formal, pero cordial. Curiosamente, era con él con quien mantenía el contacto más constante.
Siempre supe que había una gran diferencia entre ambos lados de mi familia.
Del lado materno eran muchos, sí, pero eran personas maravillosas. Aunque a veces me daba miedo ser juzgada, sabía que mis tías estarían ahí, con cariño y apoyo incondicional.
Del lado paterno, en cambio, era distinto. Solo estaban mi papá y sus dos sobrinas, a quienes apenas veíamos. Podía pasar mucho tiempo sin verlas, pero cuando nos encontrábamos, era como si no hubiera pasado el tiempo. Las quería, claro. Pero en el fondo, sabía que, si alguna vez necesitaba apoyo, acudiría a la familia de mi mamá. A mis dos tías. A mis abuelitos.
Todavía recuerdo un año especialmente difícil. Un día en particular. Yo era chica, estaba en básica. No recuerdo bien la fecha exacta, pero ese día colapsé. No fui a clases. Estaba mal, emocionalmente. Algo dentro de mí se rompió, y salí de casa sin decir nada.
No estuve fuera muchas horas, pero para quienes me buscaban debió parecer una eternidad. Me fui con mi pase escolar, un poco de dinero, y sin el celular. El único lugar al que podía llegar por mi cuenta era a la casa de mis abuelos.
Mientras tanto, mi papá y mi hermano me buscaban por todos lados. Incluso mis amigos de entonces fueron a mi casa. Pero yo... yo solo quería llegar a ese lugar donde sabía que me iban a abrazar sin hacer preguntas.
Y así fue. Llegué llorando, y lo primero que hicieron mis abuelos fue abrazarme. Un abrazo simple, silencioso, pero inmenso. En ese momento entendí que a veces no hacen falta palabras. Que hay gestos que valen por todo. Más tarde, ellos llamaron a mis padres, claro. Se preguntaban cómo había llegado hasta allí. Pero a mí no me importaba.
Desde ese día, cada vez que podía, intentaba devolver ese amor. No con palabras, sino con acciones. Con momentos.