“A veces el corazón se siente tan solo que ni siquiera las palabras logran alcanzarlo.”
¿Cuánto habrá pasado ya desde aquellas vacaciones de enero y febrero…? Y aún nada. Nada concreto, nada que me haga sentir que todo avanza como debería. Y sin embargo… ha pasado tanto. Tanto desde la última vez que me senté a escribir en un papel, desde que abrí mi diario solo para mí, como si el simple acto de escribir pudiera darme un poco de orden entre todo este caos.
Desde que comencé mi primer año universitario, tantas cosas han ocurrido que no sabría por dónde empezar a explicarlas. Tengo demasiados sentimientos revueltos, demasiadas emociones que aún no sé cómo expresar. Y el tiempo… el tiempo, poco a poco, me ha sorprendido, viéndome ya instalada en esta nueva vida de “adulta chiquita”, semidependiente, donde las responsabilidades aparecen sin previo aviso, donde el tiempo nunca alcanza, donde hay cosas que antes jamás fueron prioridad.
“Estoy cansada, pero sigo respirando. A veces eso ya es suficiente.”
Hace poco firmé los documentos que me correspondían, pero todavía faltaba que mis padres firmaran los suyos. Estuve esperando tanto para que por fin esto avanzara, pero no dependía solo de mí. También dependía de ellos, que, de algún modo, siguen siendo parte de este proceso, y de los receptores judiciales, que debían entregar esos papeles. Entre nosotros, ya sabíamos cuáles eran, pero sus responsabilidades, el trabajo, el tiempo, las complicaciones técnicas del Poder Judicial… Todo conspiraba para atrasar algo que parecía tan simple. Aun así, sentí su apoyo, su compañía silenciosa.
Recuerdo claramente ese instante: estaba sentada tomando el sol junto a mi abuelita cuando sonó el teléfono. Sabía que la abogada estaba de vacaciones, así que no esperaba ninguna novedad. Mucho menos una resolución preliminar. Pero llegó. Y me llenó el pecho de una alegría pequeña, pero sincera.
“Aunque parezca que nada cambia, pequeños milagros llegan cuando menos los esperas.”
En medio de todo lo que fue ocurriendo, un amigo de mi papá llegó para pintar un mural en su trabajo. Durante esos días dormí con mi mamá porque recién nos estábamos mudando y la única habitación completamente lista era la mía. Reconozco que tengo algunas habilidades artísticas, pero esos días aprendí aún más. Ayudé a pintar durante tres días, mientras mis padres asistían a reuniones de trabajo. Por las noches me iba a casa de mis tías.
Las mañanas y tardes transcurrían acompañando a una de ellas. Íbamos de un trámite a otro, al doctor, a resolver esas pequeñas cosas que conforman la vida adulta. Después, terminábamos en casa de mi otra tía, y allí me quedaba acompañándolas a ellas y a mis abuelos, mientras mis padres estaban fuera del país.
La rutina en casa de mis abuelos tenía algo de ritual, de calma que me reconfortaba: las comidas ricas al mediodía, el sol tibio de la tarde, las risas, las charlas, los silencios cómodos, esas miradas perdidas que no necesitaban palabras. Tardes perfectas, simples, donde el clima parecía confabularse para regalarme un poco de paz. Por las noches, regresaba con mi tía a su departamento. A veces pasábamos a recoger a su nieto, jugábamos Free Fire y me olvidaba del tiempo. Aprendí a disfrutar esos trayectos en auto, cantando, conversando, escuchando historias cotidianas. Antes de dormir ponemos una teleserie turca, aunque ella siempre caía rendida casi de inmediato.
Fue una semana extraña, complicada… pero bonita.
“No necesito que todo sea perfecto, solo que me haga sentir que estoy viva.”
Me animé, además, a abrirme más con las personas que quiero. A una tía se lo conté durante una cena, en medio de una fiesta. A otra, le confesé aquello que tanto me pesaba y, para mi sorpresa, parecía que ya lo sabía, aunque yo nunca se lo había dicho en voz alta. Su reacción fue un alivio, un abrazo sin palabras. Finalmente, también hablé con la última tía que vi durante esos días con mis abuelitos. Y sentí, por fin, que me quitaba un gran peso de encima.
Hubo, sin embargo, algo que me dolió: tener que salir de un grupo donde uno de los profesores que más admiro impartía sus clases. Por motivos personales, me ha sido imposible retomar, y eso me entristece más de lo que podría explicar.
Pero más allá de eso, este tiempo se sintió… como un tiempo muerto. Todo estaba en pausa. Mi búsqueda, mis metas, mis sueños. No encontraba el momento para retomar, porque no sabía si tenía muchas cosas que hacer, o si simplemente estaba atrapada en un remolino de pensamientos. Aunque me doliera, aunque era algo que me hacía tanta ilusión… me pregunté: ¿Valdrá la pena?
“Incluso cuando me pierdo, no significa que he dejado de caminar.”
Quiero creer que siempre hay tiempo para todo. Que cada cosa tiene su momento. Pero ahora siento que este es un momento para detenerme, para esperar. Quizás duela, pero algo en mí me dice que todavía tengo tiempo para pensarlo mejor. Aunque sé que era un deseo enorme, algo que anhelaba con todas mis fuerzas, también reconozco que hay prioridades más urgentes: el regreso a clases, mi renuncia al grupo de baile que había comenzado antes de entrar a la universidad, y que ahora, por falta de tiempo, ya no puedo continuar.
A veces me doy cuenta de lo rápido que ha pasado todo. Este primer año universitario se me fue como agua entre los dedos. En un abrir y cerrar de ojos, ya estaba en el segundo semestre. Ahora estoy a punto de comenzar el segundo semestre de mi tercer año. No seré una alumna perfecta, no tendré las mejores notas, pero me esfuerzo. Lucho por mis calificaciones, aunque no siempre reflejan el esfuerzo real que hago día a día.