¿Cuánto tiempo ha pasado desde que retomé todo? A veces pienso que han sido semanas, pero en realidad apenas han transcurrido unos días. Y, sin embargo, el tiempo parece alargarse, como si cada hora cargará con la expectativa de lo que viene. Lo sorprendente es que, esta vez, los trámites burocráticos corrieron más rápido de lo que imaginé. Una carrera contra el reloj que me dejó sin aliento, pero también con esperanza.
Recuerdo vívidamente la voz de la abogada. Cada palabra suya era como abrir una puerta sellada durante años. Me hablaba del desarchivo con calma, pero yo apenas podía contener la emoción. La felicidad se me escapaba por la piel, como si al fin la historia que siempre estuvo enterrada empezara a respirar. Me dijo que en las próximas semanas liberarán el documento. ¿Cuándo exactamente? No lo sé. Pero pronto tendría un informe con mi información, con fragmentos de mi pasado que hasta ahora me habían negado.
Intentaba no ilusionarme, pero ¿cómo frenar un corazón que late con fuerza?
“Hasta la chispa más pequeña puede encender un gran fuego”
Esa chispa estaba dentro de mí, encendiendo preguntas, iluminando un camino que, por más incierto que fuera, me atraía con fuerza.
Cuando inicié este proceso, la ley de adopción aún no había cambiado. Lo pienso ahora, y me parece injusto. El derecho a conocer los orígenes es algo tan básico, tan humano… y, sin embargo, durante mucho tiempo fue silenciado.
En mi caso, nunca o la mínima información sobre posibles enfermedades hereditarias, ni sobre mi historia biológica más allá de lo esencial. Antes de las reformas, las familias podían firmar un documento prohibiendo cualquier contacto futuro, incluso si el hijo adoptado buscaba su origen. Recuerdo la sensación de impotencia cuando veía los papeles censurados, tachados con tinta negra, como si mi identidad misma fuera información “delicada” de la que debía ser protegida.
“Encuéntrame, y yo te encontraré”
Repito esas palabras, porque mi búsqueda no es un capricho: es un derecho, una necesidad. Quiero al menos ponerles un rostro, reconocer el eco que llevo en la sangre.
Las conversaciones con mis padres adoptivos a veces surgían en la mesa, otras en momentos de intimidad. Hablábamos desde lo más profundo, y aunque las emociones se enredaban, siempre supe algo con claridad: madre es quien cría. Ella ha estado conmigo en cada caída, en cada logro, en cada madrugada en que necesité un abrazo.
El único deseo que he expresado siempre es dejarle una carta a mi progenitora. Agradecerle. Porque en los años 2002–2004 se discutía con fuerza la ley de aborto en tres causales (aunque se aprobo el año 2017), y aun teniendo la opción, ella decidió traerme al mundo y dejarme en las manos más amorosas que pudo encontrar. Esa decisión me dio la vida dos veces: una biológica y otra emocional.
Yo amo a mis papás, porque nunca me soltaron. Siguen aquí, enseñándome, acompañándome. Mi familia es ellos. Por eso, por ahora, no siento un interés real de mantener un contacto con mi “familia biológica”. Pero necesito mi historia, aunque duela, aunque esté incompleta. Necesito esa pieza perdida del rompecabezas para no sentirme tan extraviada.
El tiempo no se ha detenido mientras tanto. Pasaron meses en los que viví cosas buenas y malas. Estas vacaciones, por ejemplo, fueron tranquilas. No viajé ni salí mucho. Hace poco fue mi cumpleaños y pronto comenzarán las clases otra vez.
Noviembre fue un cierre de ciclo: terminé mi primer año universitario sin reprobar ninguna asignatura. Ese logro, que puede parecer pequeño, es un orgullo que llevo con fuerza; años enteros de esfuerzo me llevaron hasta aquí. Claro, aún me falta aprender: organizarme, estudiar mejor, equilibrar mis amistades y la familia. No es fácil, pero no es imposible. Quizás un par de videos en YouTube sobre organización puedan darme un empujón.
Diciembre se tiñó de luces y cansancio. Ayudé a mis padres con el cierre de año y la fiesta navideña. Fue agotador, pero bello. Una experiencia que repetiría mil veces. Navidad la pasé en casa de mis abuelos; Año Nuevo lo celebramos sólo los cuatro, y aunque fue sencillo, me llenó más que cualquier celebración ruidosa.
Enero, mi mes favorito, llegó con nuevas emociones. Viví dos días intensos: la matrícula y la toma de ramos. Todo fue caótico, pero salió aceptable. Me falta un ramo por inscribir, y lucharé por tomarlo para organizar mis horarios y regalarme, al menos, un día libre. También celebré mi cumpleaños. Ese día me sentí rodeada de cariño: amigos y familia me hicieron sonreír. Fue maravilloso, aunque siempre me incomoda lo mismo: no aparento mi edad. Desde hace años me dicen que parezco más joven.
Febrero comenzó extraño. Salí a visitar a mis abuelos, fui al cine a ver una película rara pero fascinante. Difícil de describir, pero dejó una huella en mí, como esas canciones que no entiendes del todo pero no puedes dejar de escuchar.
Y entonces llegó el mensaje de la persona que lleva mi proceso. La última vez no pudimos continuarlo y decidí darme un tiempo. Ahora todo vuelve a ponerse en marcha. Este lunes sabré qué pasará. Estoy nerviosa, sí, pero también emocionada.
“Da un paso hacia adelante, no estás sola”
Me lo repito como un mantra, porque lo que viene no será fácil, pero sé que ya no camino en la oscuridad. Quizás, al fin, este proceso continúe de manera presencial.