Ventus: Buscando mi Historia

Las palabras que nunca pude decir

Esta semana no ha pasado nada importante respecto a mis trámites o procesos, pero, de algún modo, este espacio se transformó en algo más que un simple registro.
Con los años se volvió un refugio, un rincón donde guardo los pedazos de vida que no sé decir en voz alta. Aunque no escriba siempre, cada palabra que dejo aquí tiene un peso, una emoción, una cicatriz.

Le puse este título porque eso es lo que siento:
“Las palabras que nunca dije.”
Esas que se quedaron atoradas en la garganta, las que el tiempo no me dejó pronunciar.

Hace poco perdí a alguien demasiado importante.
Era algo que mi corazón ya presentía, como si el alma se preparara sin decirlo.
Y aunque ahora sé que descansa en paz, la herida aún sangra despacio, invisible.
“La primavera regresará, pero tú no estarás aquí. Aun así, floreceré por ti.”

Tuve una charla con un psicólogo.
Me preguntó: “¿Cómo estás?”.
Una pregunta tan simple, pero tan compleja para mí.
Soy transparente con mis gestos, pero cuando se trata de hablar de lo que siento… las palabras me tiemblan.
Me cuesta abrir el pecho.
Por eso escribo. Porque escribir es hablar sin que nadie interrumpa.
“No sé cómo mostrarte mi dolor, así que sonrío.”

Quiero contar su historia.
O mejor dicho, la parte que me alcanzó a compartir entre risas, memorias y silencios.

Mis abuelos se conocieron muy jóvenes.
Ella participaba en un concurso para ser reina, y en medio de ese bullicio, él apareció.
Desde entonces, la historia se escribió sola, como si el destino ya lo supiera.
Amor de más de cincuenta años.
Siete hijos, diez nietos, dos bisnietos.
Una vida entera sostenida por las manos del cariño.

Mi abuela era el tipo de persona que no necesitaba decir “te amo” para que uno lo sintiera.
Su amor se medía en detalles: en la sopa que nunca le faltaba nada, en el pan caliente, en el silencio que compartía conmigo al sol.
“Incluso si todo cambia, tú sigues siendo mi hogar.”

Cuando era niña, me quedaba en su casa con mis muñecos.
Ella les tejía ropa, gorros diminutos, chalecos.
Todavía puedo ver sus dedos moviéndose con paciencia, como si el tiempo se detuviera solo para verla crear.
A veces pienso que ese era su superpoder: transformar la lana en amor.
“Aunque el hilo se rompa, el corazón sigue atado.”

El último tiempo fue más difícil.
El hospital se volvió un visitante constante.
Al principio le gustaba estar allí porque la cuidaban, pero luego comenzó a cansarse.
Su mente empezó a confundirse, a mezclar épocas, nombres, rostros.
Recuerdo el día que me miró sin reconocerme.
Sonrió, sí, pero no sabía quién era yo.
Y aún así, su gesto seguía siendo el mismo: cálido, amable, lleno de luz.
“Aunque me olvides, yo seguiré recordándote.”

A veces me pregunto si ella sabía que su cuerpo estaba despidiéndose, que su alma empezaba a buscar el camino de regreso al cielo.
Y si en ese proceso, de alguna manera, quiso que la recordara así: riendo, tejiendo, sirviendo pan, mirando el atardecer conmigo.
“Aun si no puedo tocarte, seguiré amándote con mis ojos cerrados.”

Guardo tantos recuerdos…
El día que me echó de la casa en broma.
Las veces que me hizo comer porotos, y que, por alguna razón, ese día no sabían tan mal.
Las tardes tomando el sol, su perrita jugando a los pies, las risas que nacían sin esfuerzo.
Pequeñas escenas que parecen insignificantes, pero que hoy me sostienen.
“Incluso si el mundo se apaga, tu voz sigue siendo mi luz.”

La última vez que la vi, no sabía que sería la última.
Iba a quedarme esa noche, pero algo cambió los planes.
Antes de irme, me despedí.
Sin saberlo, ese adiós fue el correcto.
Al día siguiente, ella partió.
Silenciosa. En paz.
Y aunque el vacío dolía, también sentí alivio.
Su alma ya no estaba atrapada en un cuerpo cansado.
“No llores por mí, sonríe con el recuerdo. Porque mientras me recuerdes, seguiré aquí.”

Gracias, abuelita.
Por cada plato compartido, por cada día de sol, por los panes amasados y las risas suaves.
Por acogerme aun sabiendo mis sombras, por no soltarme cuando ni yo sabía cómo sostenerme.
Por convertir tu casa en un refugio, en el lugar donde podía volver a ser niña.
“Tú fuiste mi lugar seguro en un mundo que a veces dolía demasiado.”

Hoy esa casa se siente distinta.
Falta tu aroma, tu voz, tus pasos arrastrando las pantuflas por el pasillo.
Pero sigue siendo “la casa de mi abuela”.
Aunque ya no estés, tu amor sigue entre las paredes, en cada rincón.
En el viento que entra por la ventana, en el pan que se hornea los domingos.
“Aunque ya no pueda verte, tú sigues en todo lo que soy.”

Descansa, abuelita.
Allí donde no hay dolor, donde el sol nunca se apaga.
Allí donde el tiempo no duele.
Porque el amor no muere, solo cambia de forma.
Y yo seguiré hablándote entre líneas,
en los días en que el silencio me abrace,
en las noches donde todavía te busque en mis sueños.

“Te amo más allá de las palabras.
Más allá del final.
Más allá del olvido.”




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