Entre tantas leyendas existentes en el rincón del olvido, se halla una que relata la lucha épica entre un caballero y la misma muerte.
En un valle desolado, con lluvia sobre las cabezas, erguido se encontraba el caballero, desnudo, con la armadura destrozada. Frente a él estaba la muerte, elegante y expectante.
El caballero tomó su espada, la desenfundó, acarició y palpó. Enseñó a la muerte aquello con lo que próximamente sería atravesada.
La muerte, risueña, bailó frente a sus ojos. Sigilosamente rodeaba al caballero, retándolo con la mirada.
El caballero, saturado por el juego previo, tomó a la muerte por la cintura, la arrojó por un costado y arremetió contra ella. Entre forcejeos y una que otra risa, el caballero olió una a una sus vértebras.
Inmóvil, la muerte, cedía ante la sumisión. Fue entonces atravesada por la espada, de manera lenta y cuidadosa, como si el caballero se hubiese encariñado ya lo suficiente para evitar la dureza del acto.
La espada flaqueó dentro de aquellos fríos huesos, se derritió mientras el caballero palidecía.
La muerte, cada vez más hermosa, tomó el corazón del hombre y lo tragó en siete bocados.
Un alma yacía, ya perdida, en el interior de dos caderas puntiagudas, lugar destinado a los hombres muertos en combate.
En otro valle, poco antes de estar desolado, otra alma se distraía mirando voluptuosas carnes acercarse frente a él, como si la misma muerte lo tentara cara a cara.