Vestigio de un Amor

Capítulo 8: Campanilla blanca

«En la dulce melodía de su amor, Danna y Kay danzan como campanillas blancas, cada tintineo resonando con la pureza de un lazo que crece más fuerte con cada compás del tiempo».

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Danna

Tengo un horrible dolor de cabeza, y el culpable tiene nombre, apellido y una personalidad intensa. Sí, no pude dormir el resto de la noche pensando en él, lo cual es contraproducente teniendo en cuenta el hecho de que no quiero tener nada que ver con el vaquero. 

En fin, la cuestión es que tengo unas ojeras del tamaño del estado, estoy mal humorada. El día recién empieza y ya quiero que acabe. Saber que tendré que trabajar hoy también no ayuda a mejorar mi ánimo.

Salgo de casa apresurada, conduzco rápido hasta que arribo a casa de Kat. Ella y mi hijo ya me esperan en la entrada, así que cuando me detengo, se suben al vehículo. 

—Buen día, mi amor. ¿Cómo estás? —Saludo al pequeño. 

—¡Buen día, mami! —responde con entusiasmo—. Fue genial, tía K y la señora Agnes jugaron conmigo, vimos películas, comimos palomitas y me quedé dormido en el sofá. ¿Vendré esta noche también?

Vaya, sí que le gustó la pijamada fuera de casa. 

—Sí, Kay. Esta noche podrás regresar. 

—¡Asombroso! —grita. 

Verlo así de feliz hace que mi mal genio se disipe, es increíble lo que la conexión entre ambos puede causar en mí. 

—¿Cómo te fue anoche? —susurra Kat a mi lado—. ¿Algún chisme jugoso?

Dudo un poco antes de contestar, con Kay en el asiento trasero, no quiero hablar de Julien. Mencionar al susodicho despertaría su curiosidad y de paso, mi malestar. 

—Nada interesante —miento—. Todo fue tranquilo, estoy acostumbrada a atender a las personas. 

Se lleva la mano al mentón como si estuviera meditando sobre algo, hasta que habla. 

—Tengo la sensación de que me ocultas algo. Tienes esa misma expresión cuando te interrogo sobre tu pasado. Sin embargo, lo dejaré pasar, ya me dirás cuando te sientas lista. 

 «O alguien del pueblo le dirá», pero eso me lo reservo para mí. 

—Llegamos. —anuncio cuando estaciono frente al jardín de niños. 

—Gracias por traerme, nos vemos en unos segundos. Debo prepararme para recibir a los niños. —dice Kat antes de bajarse. 

Kay y yo nos quedamos solos, desciendo del auto y subo a su lado. Lo saco de su asiento y lo siento en las piernas. 

—Te extrañé mucho anoche —Le digo. 

—Y yo a ti, mamá. 

Recuesta su cabeza en mi pecho como cuando era niño. Acaricio su cabello, igual al de su progenitor, el solo pensar en él eriza los pelos de mi anatomía. Hace mucho tiempo, ese hombre no rondaba mi mente, y como si se tratara de un acto cruel del destino, Kay pregunta: 

—Mamá —musita con timidez—. ¿Tengo papá? Es que a los otros niños a veces los recogen sus mamás, y otras sus papás. Pero mami siempre me recoge a mí.

¿Cómo le digo a un niño de cuatro años que su padre es un mal hombre? Uno que miente, engaña, traiciona y amenaza. ¿Cómo le digo que ese hombre juró hacerme pagar por lo que le hice? ¿Que me hizo huir como una cobarde? Dejé a mis padres atrás, mis amigos y las pocas personas que conocía. Mis sueños, anhelos y deseos. 

¿Debo decirle que su padre me destruyó? ¿Que rompió en mil pedazos mi corazón y que ahora soy un vestigio de lo que solía ser? 

¿Qué debo responder? 

—Sí, tienes un progenitor —Hago uso de ese término, porque Martín está lejos de ser un padre—. No obstante, está en otro país. 

Miento, una vez más.

—¿Lo conoceré algún día? 

—Posiblemente. 

Espero que no, que él nunca tenga el privilegio de conocer a un niño tan maravilloso como Kay. Él es mío. 

Las puertas del sitio se abren, Kat aparece en la entrada y eso es justo lo que necesitaba. Me ha salvado de tener que responder más interrogantes. 




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