«En la penumbra de los errores, el jazmín nocturno despliega sus pétalos perfumados, recordándome que incluso en la oscuridad, la fragancia de la redención puede florecer».
Danna
Nunca imaginé que algo tan pequeño pudiera ser tan… aterrador.
La pequeña caja con la pastilla del día siguiente yace sobre la mesa como un testigo silencioso de mi dilema. Mi mente es un torbellino de pensamientos contradictorios, una lucha interna entre el miedo y el amor.
Las compré de regreso a casa, le pedí el favor a Kat de llevar a Kay con ella. Es la primera vez que le pido algo así e intuyo que comprendió que algo iba mal.
Hago una lista mental de los pros y los contras. Por un lado, la pastilla es una salida rápida, una manera de deshacer un error. Por otro, la incertidumbre y los posibles efectos secundarios se ciernen como sombras inquietantes.
—¿Vale la pena? —Me pregunto en voz alta, aunque la respuesta parece esquivarme en la confusión de mis emociones.
Mi mirada se desvía hacia la fotografía de Kay sonriendo en la mesita. El amor que siento por él, el deseo de protegerlo y darle lo mejor, pesa en mi decisión como una losa.
—¿Qué haría mamá en mi lugar? —inquiero, buscando respuestas en el eco de la sabiduría materna que aún resuena en mi memoria.
En momentos como estos quisiera levantar el celular y llamarla, escuchar su voz. Que calme bajo el manto del amor que solo ella puede darme.
La certeza de que el amor que siento por Kay es más grande que mis miedos se afianza en mi mente. Con una determinación resignada, tomo la pastilla y la bebo con un sorbo de agua. Es un paso que no esperaba dar, pero uno que mi corazón me dicta como necesario.
El suspiro de alivio es efímero, reemplazado por la incertidumbre que aún se cierne. Pero, en este momento, la decisión se siente como un acto de amor, un compromiso renovado con el futuro que compartimos. Kay merece lo mejor de mí, incluso cuando mis elecciones se entrelazan con los misterios del destino.
Por primera vez en el tiempo que llevo en este pueblo, llamo a mis empleadores y manifiesto estar indispuesta. Miento sobre tener un virus estomacal, me acuesto en mi cama y dejo que lágrimas cargadas de frustraciones salgan.
Lloro por mí, por mi hijo y mi familia. Lloro por los lazos rotos de los que no estoy segura alguna vez pueda restablecer. Me libero de un poco de la carga que tengo sobre mis ojos, y cuando falta una hora para que mi hijo aparezca en casa, me levanto, tomo un baño y salgo como si nada hubiera pasado.
Estoy en la cocina preparando los alimentos del almuerzo, suena el timbre y de inmediato una sonrisa amplia aparece en mi cara.
—¡Mamá! —grita aquella voz infantil tan pronto como abro la puerta—. Te extrañé mucho.
—Y yo a ti, amor —Le digo y lo abrazo fuerte contra mi pecho—. Gracias por cuidar de él, Kat. —musito en dirección a mi amiga.
—Siempre es un placer. El pequeño Dino se comporta como un ángel, la pasamos muy bien, ¿cierto K? —Le provoca cosquillas a mi hijo.
—Sí, la tía K y yo nos divertimos mucho, mamá.
—No tengo duda de eso; sin embargo, esta noche seremos tú y yo.
—¿Sí? —indaga con mucha emoción.
—Sí, mi amor. Ahora ve a la habitación y ordena tus cosas, estaré hablando con la tía Kat.
—Hasta mañana, tía K. —Se despide mi niño.
—Hasta mañana, mi niño hermoso.
Ambas vemos cómo Kay se adentra en nuestra habitación, camino hasta la cocina y mi amiga no tarda en seguirme, entre más distancia tengamos entre el cuarto mucho mejor.
—¿Qué pasó contigo? —inquiere con preocupación.
¿Debería decirle lo que pasó? No quiero poner una carga sobre sus hombros, una que no le incumbe.
—No, no te calles lo que sea que haya pasado. Nunca, en los años que llevo conociéndote, habías faltado para recoger a tu hijo. Tuvo que ser algo malo, D.
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vaquero y rancho, dolor y desamor, embarazo riesgoso y madre soltera
Editado: 18.01.2024