Viaje al paraíso imposible

5: Amicus certus in re incerta cernitur

Se sentía un extranjero, lo cual era extraño porque había nacido en esas tierras y había vivido casi toda su vida allí. Tampoco había perdido el acento, menos el idioma y las costumbres. Sin embargo, el hecho de estar tres semanas lo hacía sentirse un turista que visitaba por primera vez el país. Sus dos maletas, que casi excedían el límite permitido, estaban llenas de regalos y pedidos de sus familiares y amigos. El sueño por el momento no lo afectaba, pero sabía que cuando se desplomara en la cama para huéspedes se quedaría dormido en cuando apoyara la cabeza sobre el almohadón.

Sus padres le habían hecho un cartel enorme teñido de colores celestes y blancos como el cielo y la bandera de su país. Los dos lo abrazaron entre sollozos y risas y le ofrecieron asistencia con sus maletas, ayuda que él aceptó en parte. En el camino a la playa de estacionamiento, le preguntaron sobre el vuelo, que había salido unos minutos antes, y le preguntaron si había extrañado, una pregunta cuya respuesta era obvia. Eso lo analizaría con el transcurrir de los días, pero quería disfrutar de los afectos familiares y las amistades.

Se había olvidado del paisaje urbanístico que iba del Aeropuerto de Ezeiza a la Capital, aunque no notaba ningún cambio relevante, salvo alguna que otra construcción nueva porque no había ninguna obra importante de infraestructura. El mismo tránsito de siempre (o peor), los peajes con barreras que no se habían tocado y construcciones precarias. Habían pasado más de dos años, pero no había cambios de gran magnitud.

Al llegar al departamento de sus viejos, que tenía un cuarto reservado para los visitantes, lo recibieron un cúmulo de gente al grito de “¡SORPRESA!”. Ezequiel, a quien le decían Eze o el Káiser (su círculo más íntimo de amigos), se quedó tieso como si hicieran 10 grados bajo cero. Primos y tíos se le abalanzaron para abrazarlo y, todavía sorprendido, solo atinaba a decir “gracias” y a esbozar una sonrisa de oreja a oreja. Ni le dieron tiempo de agarrar las maletas que cayeron al suelo de madera que retumbó un poco. Si lo iban a sorprender siempre de esa forma, entonces volvería todos los años, pero no tendría el mismo efecto hacerle una sorpresa.

Le iba a ser imposible ponerse al día en tan solo unas horas con todos sus familiares y contarle sobre sus experiencias en el exterior, pero sabía que tenía tres semanas para hacerlo. Cada familiar le hacía las mismas preguntas con distintas palabras y él daba las mismas respuestas haciendo pequeñas modificaciones según la persona que le preguntaba. Y siempre respondía con una sonrisa que por poco se le salía del rostro. Tenía que aprovechar esas juntadas familiares de al menos 30 personas porque cuando volvería al exterior las iba a volver a extrañar.

Iba a pasar Nochebuena y Navidad, que eran en unos días, además de Año Nuevo. Y todavía le faltaba juntarse con sus amigos en los cuales había pensado en el transcurso de todo el viaje hacia Argentina, desde que despegó el avión hasta que aterrizó en Ezeiza. Esa reunión solo era un anticipo de lo que le esperaba.

La juntada se prolongó hasta pasadas las 17, hora en la cual se retiró el último invitado. Eze aprovechó para acomodar la vestimenta que iba usar en toda su estadía y separó los regalos que ocupaban casi toda una maleta, la cual iba a volver vacía o se la iba a dejar a sus padres y comprarse una nueva cuando la vuelva a precisar. En cuanto terminó de sacar el último regalo, mandó un mensaje al grupo que tenía con los amigos de la secu y se echó sobre la cama. Se le cerraron los ojos al instante.

Al día siguiente, mientras preparaba unas tostadas para desayunar, agarró el celular y revisó los mensajes de WhatsApp. Sus amigos ni habían visto el mensaje, lo cual le pareció raro. Revisó los integrantes que había en el grupo y ninguno se había ido de allí en ese año. ¿Decidieron ignorarlo? ¿Armaron otro grupo porque finalmente lo habían dejado de lado? No obstante, hay otro detalle que le llamó aún más la atención: el grupo no había tenido actividad desde enero de ese año, incluso él había enviado mensajes que no tuvieron respuesta en todo ese tiempo. También le llamó la atención la actividad de sus amigos en sus redes sociales. Salvo la Eminencia y Lobo, que usaban muy poco Twitter e Instagram, Randall no había subido historias ni publicaciones en todo ese lapso de tiempo. Él podía ver sus perfiles así que ninguno de ellos lo había bloqueado. Algo olía muy raro, pero no quería ponerse paranoico.

Empezó con las llamadas. Al primero que llamó fue a Randall que tenía el celular adherido a la mano. Contestador. Segundo intento. Nada. “La tercera es la vencida” pensó, pero lo volvió a mandar al contestador. Intentó con Lobo. Lo mismo que con Randall. Tres strikes y fuera. Llegó el turno de la Eminencia que nunca tenía el celular a su lado. Repitió el mismo proceso: dejó que sonara varias veces hasta que lo mandara al contestador. Nuevamente, no obtuvo respuesta y se llevó la mano a la boca y suspiró. ¿Realmente lo estaban ignorando u ocurrió algo peor? Ese día era Nochebuena así que decidió esperar hasta pasada la Navidad para averiguar el paradero de sus amigos.

Cuando se hicieron las 12 de ese día, momento en el cual apareció Santa Claus (había algunos chicos en su familia) y en el cual todo el mundo empieza a mandar mensajes a otros familiares y amigos, dudó de mandar un mensaje al grupo. “No me respondieron antes, menos me van a responder ahora” pensó, pero, de todas formas, por un impulso natural mandó el mensaje al grupo, el cual iba a quedar en la nada misma y lo iba a llevar a tomar otras medidas.

El día siguiente a la Navidad, cansado de la falta de respuesta y mientras caminaba por la calle Arroyo, el joven le mandó un mensaje a Giuli preguntándole por su amigo Randall. Le había hablado a la novia de su amigo en persona, pero nunca en chat, lo cual era raro. Después de hacer una cuadra, sintió un zumbido en el celular que le notificaba de un mensaje de audio de Giuli.




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