Ver esa silla vacía representaba una pieza del rompecabezas que faltaba. Era como ver esa foto de un acontecimiento importante en el cual un amigo no pudo estar presente por cualquiera que fuese la circunstancia. Los jóvenes miraban la silla cada un par de minutos con la esperanza de que Lobo se materializara allí. Sabían que no iba a aparecer por arte de magia, pero aun así, por sana costumbre, miraban a esa silla de madera como si su amigo estuviera presente. De a poco, el grupo se iba recomponiendo y solo faltaba desbloquear un integrante para completar la banda.
Ya sea por sadismo o para no cometer el mismo error, el grupo (incompleto) se encontró en “La birra de siempre”, pero, en lugar de ingresar al local, se quedaron afuera. No solo por el factor climático (hacía calor y el cielo estaba despejado), sino que también por ese miedo – todavía latente – a que apareciera el sujeto extraño que les había vendido la idea de ir a la Tierra Prometida. En algún momento tenían que entrar, ya sea para ir al baño o pedir una cerveza, pero preferían no ingresar en la medida que fuera posible.
Un lugar al que le tenían cariño, pero también miedo. Esa birrería que alguna vez le había traído buenos recuerdos ahora la consideraban el lugar de inicio de la espiral descendente hacia la Tierra Prometida. Ese había sido el punto de inicio del fatídico viaje hacia una prisión en la cual habían encerrado a sus almas. Cuando miraban la puerta de madera del local, se les venía a la mente a Randall y la Eminencia la viva imagen del hombre de traje apareciendo detrás del letrero que decía “Bienvenidos a la Tierra Prometida”. Enceguecidos por las promesas del hombre y por sus deseos, les cedieron sus almas y perdieron casi un año de sus vidas.
La cerveza no tenía el mismo sabor que le conocían, ya sea más agria, más espesa, más caliente. El ambiente de calma y disfrute que transmitía el bar no era el mismo y la música no sonaba tan bien como lo hacía antes. Esa mancha oscura en la que conocieron al hombre de traje había quedado marcada para siempre, como si fuera la mancha de una camisa que por más que la laven mil veces, esa mancha nunca iba a desaparecer. Pronto mudarían sus reuniones a otro lugar, pero antes tenían que concretar su regreso de la Tierra Prometida.
Con pintas de cerveza de por medio, Eze, con gestos e imitaciones, le contó a Randall todo lo que le había pasado, cómo se había enterado y de qué manera pudo sacarlo de ese estado “zombi” en el que se encontraba. Era lo mismo que le había explicado a la Eminencia sólo que utilizó otras palabras y frases, además de agregar algunos detalles que hacían falta para que no queden dudas por aclarar. Randall no le quitó la vista en todo momento, ni siquiera tocó su pinta. Nunca le había prestado tanta atención a alguien o algo, salvo que fuera un partido de fútbol o su novia. Lo observaba como si fuera un médico que había descubierto la cura contra el cáncer, como un Dios que tenía la fórmula de la inmortalidad.
La Eminencia, a pesar de haber escuchado el mismo relato, pero él como protagonista y con circunstancias distintas, también le prestaba la misma cantidad de atención como si fuera la primera vez que lo escuchaba. No le importaba si su birra se calentaba o no a esa altura. Le fascinaba por lo que había pasado su amigo para sacarlos de ese estado de “momificación” en el que habían estado.