Vidas - Capítulo 3

Capítulo 8

Bueno, definitivamente esta vez se había quedado sin palabras. No era sólo el vestidito blanco, no eran esas sandalias que se ataban en la mitad de su pantorrilla, no era esa trenza floja que caía libremente sobre su hombro derecho. No, no era eso pero a la vez sí lo era. En realidad, el conjunto en general le había robado el aliento mientras lo dejaba con esa cara de bobo que la hizo sonreír bonito.

 

—Hola — dijo llegando a él. 

 

—Estás hermosa — susurró impactado, manteniendo una mano dentro del bolsillo derecho de su jean mientras la otra alcanzaba la cadera de su linda princesa.

 

—Gracias. Vos no te quedás atrás— devolvió con diversión. 

 

Y era verdad. Él, con ese jean oscuro y aquella remera negra, destacaba como un lucero en la noche.

 

—¿Vamos?— propuso luego de besarla suavemente. Si no se ponía en marcha iba a perder el control y jamás llegarían al bar.

 

—Vamos — aceptó y se subió al impecable vehículo que mantenía su fuerte brillo día y noche. Al parecer a alguien le gustaba mimar a su auto.

 

Cristian condujo suavemente entre las calles mendocinas, al mismo tiempo que algunas canciones de Sumo salían de los parlantes. Llegaron casi a las ocho y media de la tarde, cuando el sol ya no pegaba con fuerza y la brisa de la noche comenzaba a soplar débilmente. No, no refrescaba, pero daba la sensación de que sí, ya que en Diciembre, casi a fin de año, a esa hora del día la temperatura aún se mantenía en sus buenos treinta y tantos grados. Suerte que la humedad rara vez superaba el diez por ciento.

 

El bar de la esquina era pequeñísimo, pero el nuevo, el que estaba a media cuadra, tenía mejores dimensiones. Caminaron directamente a ese último y se ubicaron en una de las mesas del interior. El morocho no cabía en sí de la felicidad, de llevarla a ella de la mano hacia una mesita en el bar, de sentirse envidiado por varias personas que estaban allí adentro por contar con tan preciosa compañía, de que ella se dejara guiar con suavidad hasta ese rinconcito oscuro en donde pasarían unas cuantas horas. Era el cabrón más afortunado del mundo y todos allí lo sabían. No es que se sintiera especialmente merecedor de tanta buena suerte, por eso pensaba disfrutar al máximo mientras aquello durara, hasta que ella se diera cuenta de lo imbécil que era y lo dejara atrás. Sí, podía asegurar que aquello pasaría algún día, pero no iba a entristecer ahora, con su linda Pilar sentada a su lado.

 

—¿Qué cerveza vas a querer? — preguntó empujando la ansiedad al fondo de su pecho.

 

—Esa que tiene frutos rojos— respondió acercándose a su oído.

 

—Dale, ahí traigo. Vos pedí la comida — propuso señalando la carta.

 

Pilar asintió y lo observó partir hacia la barra, en busca de dos pintas que le ayudarán a pasar el calor y los nervios. Sí, lo había decidido, ya no esperaría ni una noche más, hoy iría hasta el final con él y por eso se había puesto ese conjunto de ropa interior negro, esperando que él delirara por completo al verla. Pilar sentía que de a poco avanzaba, no parecía, pero lo hacía. Sí, aún sentía ese revoltijo en el estómago cuando veía una foto de Matías. Sí, le dolía ver fotos del morocho junto a esa minita preciosa, sonriendo embobado a la cámara, transmitiendo todo el amor que sentía por Ivonne, pero había decidido que ya no más, que era momento de seguir y con Cristian la pasaba realmente bien.

 

Revisó la carta a conciencia, tratando de decidir qué tipo de hamburguesa preferiría aquel hombre, seguro que las papas las iba a querer, aunque no estaba muy segura de cuáles. 

 

—¿Decidiste?— preguntó él depositando las pintas en la mesa.

 

—Yo quiero la hamburguesa vegetariana y una papas, pero si vos querés de las que tienen jamón o carne, no tengo problema.

 

—Vemos, sino pido si me traen el jamón aparte y yo le agrego a las mías, no hay drama — propuso.

 

—Dale. También tienen esta mega hamburguesa— dijo señalando la de triple medallón de carne, acompañada por jamón, queso, huevo, panceta y algo de lechuga, sí, eso último es lo que la hacía parecer saludable.

 

—Eso compensaría tu no consumo de carne — bromeó.

 

—Seguro, y el de medio Mendoza. Podés pedirla para ayudar a los mataderos a no perder su clientela— continuó con el chiste.

 

—Soy un buen hombre, qué te digo — agregó encogiéndose de hombros.

 

—Gracias a Dios por los hombres buenos.

 

—¿Pero no te molesta que coma carne? Es decir, tal vez…

 

La suave risa de ella lo calló en el momento. No solo era tierna y bajita, sino que le acariciaba el alma mientras le erizaba la piel.

 

—No como porque no me gusta el sabor — aclaró ella —, no porque tenga alguna ideología— agregó. 

 

—Ah…

 

—Creo que es mejor decir que es por algún tipo de lógica ambiental, sino sueno a pretenciosa, además de que traiciono a cuarenta millones de argentinos — bromeó. 

 

—Hasta estoy dudando que seas argentina — dijo estrechando los ojos que brillaban de felicidad —. Jamás escuché a alguien decir eso.

 

Pilar rió con ganas y le regaló un suave besito. Sí, definitivamente iba a querer llegar hasta el final con él. 

 

Comieron y bebieron sintiendo que todo estaba en el lugar que correspondía, todo salvo ese maldito teléfono que sonaba cada cinco minutos y que obligó al hombre a apagarlo.

 

—¿Todo bien?— preguntó Pilar .

 

—Son mis amigos, ya les dije que hoy no salía con ellos, pero bueno, parece que no entienden — dijo intentando parecer desinteresado. 

 

—Si querés andá, por mi no hay drama, me pido un Uber…

 

—Estás loca — susurró Cristian acercándose mucho a ella, mirándola directo a los ojos, transmitiendo esa firmeza en su actitud.




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