Volvieron luego de una excelente reunión, luego de una tarde/noche de risas, luego de conocer a uno de los hombres más adorables de Mendoza junto con toda su exquisita producción. Ingresaron a la habitación entre risas y ni bien la puerta se hubo cerrado Alejo no pudo más, no contuvo ni un segundo más las ganas de besarla, de volverla a sentir entre sus brazos, de deleitarse con sus besos que siempre le sabían dulces, adictivos.
Sofía se dejó llevar, le implicaba demasiado esfuerzo mental seguir negándose, seguir manteniendo aquella distancia que la lastimaba más que protegerla. Ya no, solo una vez más y listo, se juró entregándose a aquellos brazos que tanto conocía, que extrañaba demasiado.
Caminaron juntos, unidos, hasta el borde la cama, desprendiéndose de sus ropas y sus diferencias, dejando en su camino telas y discusiones, entregando un poquito más, un pedacito más.
—Esperá — murmuró Alejo contra los labios de la rubia —. Tengo que buscar algo — explicó despegándose de ella para ir hasta el mueble donde habían dejado aquella bolsa llena de mermeladas. Sí, estaba seguro que por ahí se encontraba… esa mermelada de durazno.
El morocho se giró con el tarro en las manos y caminó hacia la cama, donde ella, hermosa y sensual, lo esperaba completamente desnuda, luciendo como un delicioso platillo listo para ser devorado.
—Ahora sí— susurró destapando el frasco y quedando al borde la cama.
Con lentitud inclinó la mermelada, dejando caer un poco sobre el muslo de Sofía, otro poco en su ombligo y luego trazando una línea que iba desde el abdomen, pasando por entre sus pecho, hasta llegar al cuello. Tomó un poco más de ese dulce, con sus dedos y untó un tanto en cada pezón. Ella, con sus ojitos clavados en él, en cada movimiento que realizaba con increíble sexualidad, abrió bien grande su boca para poder absorber la mayor cantidad de aire posible cuando sintió esa lengua cálida y húmeda comenzar a comer de su cuello, bajar por sus pecho, deteniéndose un poco en cada uno, seguir la fina línea dulce hasta el ombligo, introducirse dentro, buscando, recolectando, tanta mermelada como fuese posible, y luego seguir más al sur, más abajo, más caliente. Gimió con fuerza y se aferró a las sábanas, en cuanto sintió aquella calidez en su muslo, tan cerca de su intimidad, de su centro caliente, tan cerca.
—Deliciosa — dijo Alejo en un tono bajo, contemplándola desde su posición, con su cuerpo ubicado entre medio de aquellas piernas que lo invitaban a hundirse allí hasta perder la cordura, hasta que no quede nada de su cuerpo.
Sofía clavó sus dilatados ojos en él, dos segundos antes que aquella arrebatadora sonrisa de lado se posara en su masculino rostro, tres segundos antes que él bajara su cálida boca y hundiera la punta de la lengua entre sus pliegues, mezclando el sabor dulce de su boca con la esencia de ella.
—Alejo— susurró casi sin aliento cuando él comió un poco más, cuando apretó su lengua contra ese punto exacto que la liberaba de este mundo.
—Vamos, bonita, acabá para mí— le pidió desde su posición y volvió a lamerla con más vicio, con más ganas.
Sofía explotó solo segundos después. No solo habían sido los días sin sexo, no solo eran las ganas de tenerlo así, dispuesto a satisfacerla, no, no era eso pero a la vez sí. No pudo seguir con sus dilemas existenciales porque el suave peso de él sobre su cuerpo la atrajo una vez más a la cama, a ese espacio pegajoso y dulce que olía a durazno y deseo. Gimió cuando sintió esa dura erección abrirse espacio en su intimidad, se apretó a él cuando lo sintió clavarse dentro de ella, enterrado hasta los testículos en esa carne que lo extasiaba.
Se movieron lento, sincronizados, sabiendo exactamente el ritmo del otro, conociendo cada secreto, cada rincón, de su acompañante. Se entregaron al éxtasis y más, y explotaron juntos en un orgasmo que les llevó la conciencia y los enojos.
—Dios, bonita — le susurró pegado a sus labios, sosteniendo el peso del cuerpo con los antebrazos, robándole pequeños e inocentes besos y allí, ahí mismo, lo vio. Algo en ese brillo en sus ojos lo hicieron detenerse —.¿Todo bien?— preguntó despegándose apenitas.
—Sí, quiero ir a lavarme — dijo atropelladamente, casi en pánico. Es que lo había visto, lo había sentido en el centro de su pecho, eso que se negaba a aceptar pero no tenía más remedio que entregarse a lo obvio, a lo que sucedía realmente con ella y su estúpido corazón.
Se levantó apenas él le dejó un pequeño espacio para colarse por debajo y salir huyendo al baño, a ese espacio que le otorgaría un débil escondite de la realidad que le explotó en la cara y se rió de ella.
Agitada, confundida y con pegotes por todo el cuerpo, se sentó en el inodoro y hundió su cara en sus manos. Esto estaba mal, muy mal. Alejo siempre fue claro con sus planes de vida. Jamás, nunca, pensaba involucrarse en una relación, no quería atarse a nada ni nadie, él quería vivir para él y nada más. Sí, ella lo sabía porque había accedido aquello sabiendo que el tipo jamás le pediría algo más, y eso, en aquel momento, había resultado ideal para una mujer que buscaba formarse profesionalmente pero tenía deseos tan carnales, tan terrenales, como cualquiera. No, ellos no iban a tener jamás una relación, solo cogían de vez en cuando y después, después cada uno a su respectiva vida. Punto. Final.
—Mierda — susurró y abrió la canilla de la ducha.
Había hablado de esto con Pili, habían conversado hace pocos días de por qué Cristian no era serio para la castaña, de lo diferente que eran los mundos de los que ambos provenían, de la seguridad que tenía su amiga al confirmar que aquel hombre, hermano de ese que estaba al otro lado de la puerta, buscaría a alguien de su clase social si buscara, realmente, una pareja estable, que ella no era más que un pasatiempo, alguien con quien engañar a la soledad. Mierda.