Vidas - Capítulo 3

Capítulo 25

Bajó apenas escuchó aquel auto estacionarse en la puerta de su casa, abrió la puerta en el momento exacto que ella cerraba la del vehículo, casi corrió en cuanto la supo a unos pasos, a solo segundos de tenerla entre sus brazos. No, no aguantaba, ya había aguantado demasiados días sin ella, ya no podía más.

 

—Hola, amor — saludó Pilar entre risas mientras Cristian la despegaba del suelo.

 

—Vamos adentro — gruñó enterrado en ese cuello tan bonito, llevando a esa preciosa mujer hasta el interior de su hogar.

 

No llegó a terminar de posar sus pies en el piso que él ya estaba devorando sus labios, con desesperación, con necesidad completa. Sonrió sobre esos labios tan ricos y se concentró en el presente, en disfrutar de esa lengua que se hundía dentro de su boca, en esos dedos que se clavaban en su cintura y de aquel pene que se presionaba sobre su cuerpo.

 

—Cris — llamó entre jadeos.

 

—No hay nadie — explicó y volvió a besarla mientras introducía sus manos dentro de aquellas interminables capas de abrigos.

 

—Pero no da acá, vamos a tu cuarto — pidió dejándole comer de su cuello.

 

Como respuesta obtuvo un nuevo gruñido cargado de deseo y luego sintió esos fuertes brazos elevarla para llevarla escaleras arriba hasta la enorme habitación de aquel hombre tan dulce como la miel.

 

Desde la puerta de aquella habitación hasta la cama, dejaron un camino de prendas, una señal de dónde encontrarlos y bajo cuáles circunstancias, un grito silencioso de todo lo que se deseaban. 

 

En cuanto Cristian se levantó del suelo, aquel al que había llegado con sus rodillas al ayudar a su preciosa novia a quitarse su pantalón junto con esa diminuta tanguita, la vió, completamente desnuda para él, con las pupilas dilatadas de deseo y los cabellos revueltos. Debió tomarse un momento para inhalar profundo, para ubicarse en la situación, en el ahora. Suspiró aliviado y se acercó a ella solo para abrazarla con fuerza, para apretarla contra él, dejándole escuchar sus latidos acelerados, dejándole sentir el temblor de su cuerpo, de su espíritu. 

 

—Amor — susurró suavecito Pilar entre esos brazos tan fuertes, en ese pecho de tanto amor.

 

—Te amo — respondió y se despegó solo para besarla con calma, con cuidado, como si ella fuese un frágil cristal.

 

Pilar, embobada por tanta cosa, sonrió inconsciente, feliz, completa. Se dejó hacer, lo dejó calmarse bebiendo de su cuerpo, porque sabía, Cristian necesitaba un momento para acomodar su interior.

 

Llegaron a la cama, con ella debajo, con él entre sus finas piernas, con ambos besándose en cada rincón de la piel.

 

—Te amo tanto — susurró el morocho y se hundió en ella, con calma, absorbiendo los sentimientos que explotaban en su pecho.

 

—Te amo — respondió ella en un gemido ronco, disfrutando de ese pene que tocaba su interior con destreza.

 

Se dedicaron casi dos horas a degustarse una y otra vez, a saciar sus espíritus que reclamaban por el otro, por ese ser que estaba allí, unido, entregado, pero necesitaban más, era una necesidad que escapaba a toda lógica, a toda razón.

 

Cayeron rendidos cuando la noche ya había devorado la ciudad y en el cuarto del morocho con suerte se podían distinguir el contorno de las figuras. Se durmieron apretados, aplastados uno contra el otro.

 

Cuando la vejiga de Pilar reclamó tantas horas de descuido, la castaña no tuvo más remedio que desenredarse de aquellos brazos tan calentitos y caminar hacia el baño, intentando hacer el menor ruido posible, tratando de no despertar a su querido novio que dormía boca abajo, desparramado en el enorme colchón. En cuanto la muchacha salió de aquel baño notó a Cristian, apenas incorporado en la cama, buscándola entre las sombras de aquel espacio que compartían. Se acercó a paso rápido, hundiéndose rápidamente en ese pecho que tanto amaba, dejándose envolver nuevamente por aquellos brazos, sintiendo el suspiro que golpeó lo alto de su cabeza.

 

—Pilar — susurró el morocho entre sueños, volviendo a caer en aquel mundo espeso y lejano, pero que ahora visitaría sin pesadillas de mujeres que se iban, de soledad aterradora, dolorosa.

 

Ella, conmovida hasta las lágrimas por saberlo así, tan necesitado de su persona, lo apretó un poquito más y le besó con cariño la piel del pectoral. Ella también lo había extrañado tanto, lo había necesitado demasiado, había sentido que su pecho era rasgado con saña, con dolor, mientras que su corazón sangraba sin cesar, y ahora, ahora era todo lo contrario, ahora percibía que su cuerpo no podría albergar más amor, comprendía que Cristian, con todos sus fantasmas, estaba allí para ser amado, porque se lo merecía, porque era un ser hermoso, una persona admirable, porque no había necesidad de explicar todo ese amor que ella proyectaba hacia él.

 

Se despertaron cuando el ruido en la puerta de aquel cuarto los arrancó del mundo de los sueños. Casi en automático la castaña cubrió su cuerpo hasta lo alto de su bonita cabeza, escuchando la ronca risa de Cristian a su lado, de ese morocho que la pegaba más a su cuerpo.

 

—¿Qué? — preguntó el morocho entre risas.

 

—Cristian, me voy al restaurante de Chacras, vuelvo a la noche recién — explicó Alejo al otro lado de la madera.

 

—Dale. ¿Los viejos? — indagó.

 

—Se fueron hace rato. Pueden seguir tranquilos — dijo y rió bajito al escuchar el grito ahogado de su amiga —. Tranquila, Pili, mis viejos te adoran — gritó.

 

—Callate, me da vergüenza — respondió abochornada la castaña.

 

—Serás tarada, ya somos grandes — rebatió demasiado divertido el mayor de los hermanos.

 

—¿Te podés ir? — preguntó casi al borde de la histeria la castaña —. Estoy en pelotas mientras hablamos — confesó.




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