Estaba a dos segundos de volverse loco, completamente desquiciado. Un mes. Todo un maldito mes había pasado desde aquella última vez que la vio. ¿Ahora? Bueno, ver esa foto de ella y Martín en un día de montaña no le ayudaba en nada.
—Mierda— gruñó con mal humor y siguió revolviendo aquellos papeles. ¿Dónde carajos había dejado el contrato de alquiler? Ni puta idea porque fue cuando tenía esa carpeta en la mano que había dado casualmente con aquella foto.
—¿Buscás esto?— preguntó demasiado divertido su hermano mientras elevaba en lo alto la carpeta que llevaba una hora buscando.
—Sí— gruñó a modo de respuesta y le quitó de mala gana aquellos papeles.
—Cómo estamos. ¿Qué anda pasando?— preguntó el menor dejándose caer en uno de los sillones de la oficina de su hermano, oficina que se ubicaba en la cómoda planta baja de aquel lujoso hogar que ambos compartían con sus progenitores.
—Nada— respondió escueto como pocas veces.
—¿Ese nada no tiene que ver con Martín y cierta rubia?— indagó demasiado entusiasmado.
—Sos boludo, ¿ah? ¿Qué mierda me importa la vida del pajero de tu amigo?— preguntó revisando los papeles. Sí, todo estaba en orden.
—No creo que te importe mi amigo, creo que es su compañera la que te interesa — explicó colocando sus manos en la nuca, relajándose demasiado ante la figura estresada de su hermano mayor.
—Callate, pelotudo — se enojó y lo fulminó con la mirada.
—Uh, bueno, yo solo quería servirte como apoyo para abrirte de una buena vez, pero no querés.
—Andate a la mierda, Cristian — exclamó saliendo de la oficina, pudiendo escuchar a los lejos la risita de su hermano, elevando su mal humor por los cielos.
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Le había resultado de maravilla las primeras veces, esas en donde ella le avisaba cuando salía con un flaco y él hacia lo mismo cuando tenía planes con otra mujer, planes que solo incluían sexo, nada más, nada de citas, ni cenas, ni películas, solo sexo y punto. Pero ahora, con ella explicando que un flaco, un imbécil cualquiera, la estaba llevando a cenar, necesitó de un buen vaso de fernet para pasar el mal trago. Bueno, mejor dejaba en claro que, para él, los encuentros con otros debían ser meramente sexuales, nada más que eso, pero no lo haría en ese momento, no cuando ella ya estaba arreglada bien bonita, camino a un restaurante de cuarta.
Sonrió bien amplio, bien eufórico, cuando un mensaje de Guadalupe le llegó, uno pidiendo por él, porque la vaya a rescatar de la estúpida situación en la que se había puesto solita. No se cambió, no vió la necesidad de hacerlo, solo bajó rápido hasta el garaje y buscó su auto, saliendo a toda velocidad hacia la Juan B. Justo, a ese local de cervezas artesanales y mala comida. Llegó a la puerta, estacionándose en doble fila y llamó por teléfono. Sí, habían ideado un plan y todo, un plan donde él, sin revelar jamás su identidad, llamaba a su novia quien estaba en una extraña cita con ese chabón del gimnasio, que parecía copado, pero al final era un imbécil que no sabía hablar de nada más que no fueran rutinas de ejercicios y alimentación saludable.
La vio salir a paso rápido y subir a su auto, ignorando la sonrisa de triunfo de Pedro quien salía lentamente de su mala posición en ese improvisado estacionamiento a mitad de la calle.
—Dios, gracias — susurró dejándose caer en el cómodo asiento.
—Gracias nada, ahora vas a tener que pagar mis servicios — respondió él con una sonrisa de lado y miles de ideas formándose en su cabeza.
—Pero no tengo plata, señor — susurró como lo haría una actriz porno de alguna película barata.
—Tenés algo mucho más interesante que plata, bonita — rebatió el otro y aprovechó el semáforo en rojo para atraerla a sus labios y besarla con ganas.
Ni bien llegaron a ese hotel cercano se desnudaron con prisa y se hundieron en ese mar de placer que sólo era de ellos, nada más que de ellos. Volvieron a su rutina de horas de sexo hermoso, de placer en cada rincón del cuerpo, y se dejaron llevar por los varios orgasmos que los asaltaban cada vez con más fuerza. Terminaron nuevamente agotados, pero en esta ocasión, como venía sucediendo hace unos cuántos encuentros, Guadalupe sintió esos brazos envolverla y aquel besito en lo alto de su cabeza.
—Necesito decirte una cosa — susurró Pedro contra su pelito.
—Decime — dijo ella y se acomodó mejor en la cama, pegando su espalda al pecho de aquel hombre.
—No me gustó para nada esto de la cita. Está todo bien con lo otro, pero citas no, ¿puede ser? — indagó un tanto temeroso, temor que no se coló en sus palabras pero caló bien hondo en su alma.
—Bueno — aceptó ella luego de analizar aquella propuesta. No pasaba nada si no habían citas por fuera de la pareja, después de todo tampoco es que le importara mucho conocer al flaco con el que cogería, con solo saber que estaba sano le bastaba.
—Gracias — susurró Pedro y se pegó más a ella.
Bueno, debían ambos reconocer que se sentía bien esa compañía mutua, esa complicidad que tenían, ese algo que flotaba entre ellos. Debían aceptar que también aquello los asustaba, los obligaba a mirar para otro lado, a hacerse los distraídos por las dudas, por si alguno decidía meterse un poco más, hundirse en aquello un tanto más que solo la punta de sus pies.