Viejo amor, mismo latido

Capitulo 1 - Cuando menos te lo esperas...

«Yo sé que tienes una vida muy ocupada, Claudia, pero ven. Para que nos pongamos al día. No te he visto desde junio».

«No te preocupes. Te dije que estaré ahí. Ya compré regalo».

«¿Segura?».

«Sí. Déjame terminar la jornada. Me gustaría, por una vez, no tener pendientes para el fin de semana».

«Entendido. Te dejo. Recuerda: a las 6».

«¿A las 6? ¿Fiesta infantil a esa hora?».

«A esa hora solo quedan los rezagados. Te puse a las 6 para que sea horario de adultos, Clau».

«De acuerdo. ¿Quién más va?».

«Solo una amiga».

«Perfecto. Nos vemos en dos horas».

Colgué sin más.

Verónica llevaba semanas insistiendo con la fiesta de Isaac. O más bien: me estaba volviendo loca. Pero tenía que ir. Llevo tres semanas sin salir de la oficina antes de las 9. Octubre trae las fiestas predecembrinas; en teoría, bonitas; en práctica, un infierno administrativo. Cerrar el mes es peor que un dolor de muelas y masticar madera. Errar o fallar no es una opción, y menos si viene de mi departamento.

El golpe seco de la puerta de vidrio me saca del bucle mental. Era mi asistente. Levanto la vista. Me observa con una sonrisa protocolar;

El resto de su rostro muestra fatiga: ojeras marcadas, piel pálida. Mis ojos recorren automáticamente: abdomen prominente, mano derecha apoyada en la zona lumbar, postura compensatoria.

—Jefa, disculpe. Sé que faltan 32 minutos para el fin de jornada, pero tengo cita con el obstetra. La programé lo más tarde posible. 16:30 era el último horario disponible.

—No hay problema, Emma. Prioriza la revisión. Pero necesito las facturas emitidas a los nuevos clientes y su conciliación con el CRM para el lunes a las 8. Sin excepciones.

Emma asiente. Sonrisa breve, funcional.

—Gracias, jefa.

Se retira. Cierra la puerta con cuidado.

Miro el reloj: 16:03.

Dos horas y 57 minutos para llegar a casa de Verónica.

Enrollo un mechón de cabello sin darme cuenta. Lo suelto.

El regalo sigue en el cajón.

*

Veo mis ojos algo cansados en el retrovisor. ¿Por qué había aceptado esto? Ah, sí: por Verónica.

Tiro mis zapatos al asiento del copiloto. Me detengo unos momentos para descansar y estirar el cuerpo: pies, espalda, brazos. Cuando eres gerente de un área tan delicada como la mía, el cansancio es físico y mental. Todos los días necesito al menos diez minutos para volver a ser una persona funcional.

Tomo fuerza y arranco. Ya se me había hecho tarde, pero es que realmente necesitaba adelantar unas cosas; quería dormir y, al menos, pasar un día con mi hijo.

—Ay, mi Tony —murmuro, dejando escapar un suspiro de cansancio y pena.

El tiempo había volado demasiado rápido. ¿En qué momento mi segundo bebé cumplió dieciséis años? Es casi un hombre. Y ni hablar de mi primer bebé, Sebas —sonrío, dejando escapar una leve lágrima que escurre un poco mi rímel—. Ya es todo un hombre de veintiocho años; no falta nada para que cumpla veintinueve —sonrío con un poco de amargura—. No es que no me guste que crezcan; es solo que extraño cuando eran mis bebés y creían en todo lo que yo decía.

Ahora que lo pienso, me hubiera gustado tener un hijo más. Solo que ya es un poco tarde para eso.

Sin darme cuenta, unas luces fosforescentes llaman mi atención. Provienen de la casa de Verónica. Parqueo el carro en la esquina y bajo. Siento una mezcla de… ¿miedo? ¿Ansiedad?

Enrollo un mechón de cabello sin darme cuenta. Lo suelto.

Es solo una fiesta. Bueno, realmente no es una fiesta: solo seremos Verónica, su amiga y yo. ¿Entonces por qué me siento así?

Es verdad que no la conozco, pero es amiga de Verónica. No debería preocuparme por cosas que están fuera de mi control.

La puerta se abre y veo a Verónica con ojos algo cansados, pero contenta.

—Hola, Clau. Qué bien verte de nuevo.

No puedo evitar sonreír. Su sonrisa era demasiado contagiosa.

—Hola, Ver. Yo también me alegro de verte.

Verónica se acerca y me abraza.

—Pasa —se hace a un lado para dejarme entrar.

La casa está algo desordenada por los niños que debieron estar más temprano. Siento unas pequeñas manos en mis caderas. Bajo la cabeza y veo al pequeño Isaac.

—Hola, tía Claudia —dice sonriéndome, con huecos donde deberían estar sus colmillos.

—Hola, mi niño. Veo que se te han caído los colmillos —respondo, acariciándole la cabeza.

—Sí, tía, mira. Isaac sacó la lengua, pasándola por los orificios.

—No puedo evitar sonreír —

—Bueno, Isaac, ve con tu papá, que te va a llevar a la cama.

Isaac se despidió desde lo lejos, agitando la mano mientras lo cargaba su padre.

Verónica me guía a la sala. Lleva tres copas y una botella de vino blanco entero.

—¿Y tu amiga? —pregunto, tomándome la libertad de mirar a fondo la sala.

Está más ordenada que el lobby o la cocina (allí hay juguetes y restos de comida por todos lados). Es un gran contraste: la sala está pulcra, con muebles blancos, mesa de vidrio, sillas de roble y minibar sobre una mesa de mármol blanco. Muy sofisticado.

—Wow, me encanta lo que has hecho con la sala.

—¿Ves? Te dije que estaba bastante bien.

—Estoy muy feliz por ti, amiga. Por fin tienes el hogar que tanto has luchado por años.

—Gracias, Clau —dice, abrazándome.

Verónica se sienta y añade:

—Ah, cierto, no respondí tu pregunta sobre mi amiga. Debe estar por llegar. Vive del otro lado de la ciudad, si mal no recuerdo, por Upper East Side.

—Wow. ¿Y dónde conociste a esta amiga tuya?

—Pues por un reportaje que hizo para una revista hace algunos años. Fue a la escuela a cubrir una clase que yo daba —se sirve en su copa—. ¿Vas a tomar un poco o te vas a quedar ahí parada toda la noche?

—Ay, sí, perdón —digo, riendo—. ¿Y qué tal? ¿Cómo va todo el trabajo?




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