Viejo amor, mismo latido

Capítulo 2

—¿Claudia?… ¿Claudia?

Verónica tuvo que repetir mi nombre dos veces. Habían pasado varios segundos desde que Marcela cruzó el umbral y yo seguía clavada en el sitio, estática, en estado de shock. Un calor abrasador me recorrió el cuerpo entero, seguido de una extraña punzada de culpa que no supe de dónde venía.

—Ah, sí… hola —logré articular.

Me acerqué con una sonrisa que seguramente parecía de cartón. Marcela extendió la mano; su sonrisa era amable, pero sus ojos verdes me recorrieron de pies a cabeza como si estuvieran tomando medidas.

—Hola. No sabía que eras amiga de Vero —dijo, con esa voz canarina que parecía no haber cambiado desde que nos vimos hace casi tres décadas.

Retrocedí medio paso.

—Ah, sí… somos amigas desde hace años, ¿no? —miré a Verónica buscando auxilio.

Verónica frunció el ceño, confundida.

—Eh… Claudia nunca me dijo que te conocía.

Marcela soltó una risa corta.

—Fuimos compañeras en el colegio, en Ecuador. Me fui muy joven del país.

—Ay, claro, tienes toda la razón —Verónica asintió, en tono de aclaración—. Mejor volvemos al sofá, ¿no?

Ya iba hacia el sofá, manos hundidas en los bolsillos. Cualquier cosa con tal de no mirarla.

—Wow, Claudia… de todos los lugares del mundo, jamás pensé que te encontraría aquí. Después del colegio perdimos contacto —comentó Marcela mientras se sentaba, con una sonrisa que mezclaba sorpresa y algo más que no supe descifrar.

Me reí, nerviosa, y le di un trago largo al vino.

—Algo que me ha tomado tiempo aprender es que esta ciudad es enorme… pero nunca lo suficiente.

Marcela asintió, aceptando la copa que Verónica le ofrecía.

—Tienes razón. Aunque me alegra volver a verte —me dio una sonrisa amable que me erizó la piel por todo el pecho y llegó hasta mis mejillas.

Verónica se dejó caer en el sillón, todavía procesando.

—Nunca imaginé que ustedes dos se conocieran. ¡Y mucho menos que fueran amigas!

—Nos conocimos en el colegio —expliqué, mirando el fondo de mi copa—. Yo entré con doce años, si mal no recuerdo… hasta que nos graduamos.

—¿Ah? —mi voz salió más aguda de lo planeado.

—Sí. Once años. Cómo olvidarlo —dijo, con una sonrisa tan leve que me desarmó por completo.

Solté una risa nerviosa que sonó a vidrio quebrándose.

—Pues… creo que el tiempo me jugó una mala pasada.

Y entonces pasó.

Marcela acomodó sus rizos con ese gesto desordenado que yo conocía de memoria. No sé si fue el vino o los recuerdos, pero por primera vez me permití mirarla de verdad.

No pude evitarlo: una sonrisa pequeña se me escapó.

No importa lo que haga, siempre lo hace de una manera que no puedo dejar de verla. Siento algo, como si mi corazón se acercara un poco más a ella y un hormigueo me recorriera todo el cuerpo… pero no puedo quitarle los ojos de encima.

El cabello negro cayendo como pintura derramada a propósito en el lienzo, el cuello largo con ese collar dorado,

la camisa perla marcando su cintura,

esa falda verde pino que terminaba a medio muslo, sus piernas interminables,

la piel tan blanca que parecía brillar. Un suspiro traicionero se me escapó.

Durante la siguiente media hora fui público de lujo en un podcast que no había pedido. Verónica y Marcela hablaban de maridos, de trabajo, de la competencia de Isaac… Yo intentaba seguir el hilo, pero mis recuerdos me traicionaban.

Mis ojos también.

Miradas rápidas a sus labios pintados de rojo carmesí. A su cuello.

A la blusa que se abría apenas un botón de más.

A la falda verde pino que enmarcaba sus caderas como si la hubieran diseñado para volverme loca.

Realmente no estaba presente en la conversación, así que me abstuve de opinar. Un zumbido me sacó del trance. Me sobresalté. Las dos me miraron.

—No se preocupen, es mi celular —dije rápido.

Era Tony.

—Mamá, ¿a qué hora vienes? ¿Me traes algo de comer?

Respondí al mensaje:

—Okay, pero dime rápido qué quieres.

Me levanté.

—Chicas, lo siento muchísimo, pero mi hijo me está llamando. Tengo que irme.

—Ay, qué pena —dijo Verónica—. Igual te espero el fin de semana, ¿recuerdas lo de la competencia de Isaac? —señaló con un dedo acusador y una sonrisa.

Asentí.

—¿Tienes un hijo? —preguntó Marcela, genuinamente sorprendida.

—Dos, en realidad —respondí—. Tony es el menor, dieciséis. Sebastián, el mayor, veintiocho.

—Wow…

No pude evitar reírme. Mi celular vibró otra vez.

“Mamá, quiero papas y helado, porfa.”

Me despedí de ambas, pero cuando abracé a Marcela pude percibir su perfume: un olor floral adictivo con pequeños vestigios de jazmín.

Antes de irme, les di una sonrisa de boca cerrada.

—Listo, me voy. Las quiero.

Verónica me acompañó a la puerta.

En cuanto la puerta se cerró detrás de mí, solté el suspiro que había estado conteniendo toda la noche.

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