La mañana amaneció helada. Todo lo que deseaba era quedarme en la cama, envuelta en el calor de tus brazos. Pero no estabas. Abrir los ojos me costó más de lo habitual, como si el mundo pesara sobre mis párpados. Recordé entonces tus palabras, esas que aún resuenan en mi mente como un suave susurro que me empuja a seguir. Me levanté. Hice la cama. Me lavé los dientes. Me duché. Desayuné. Las ganas de llorar eran enormes, como un nudo en la garganta que se negaba a soltarse. Pero te imaginé ahí, diciéndome con tu voz tranquila que estabas para mí... y el nudo se deshizo.
Fui a mi primera clase y traté de concentrarme, aunque mi mente se deslizaba hacia ti una y otra vez. El papel frente a mí terminó lleno de garabatos sin sentido. En algún momento, el profesor me llamó la atención. Me preguntó si estaba bien. No lo noté, pero al parecer unas lágrimas se me habían escapado. Me excusé con un bostezo, y él, quizá por compasión, no preguntó más.
De camino a casa, una fragancia familiar me obligó a levantar la mirada. El olor a café recién molido y esas galletas que tanto te gustan flotaba en el aire, envolviendo toda la cuadra. Por un momento, te imaginé como tantas veces: sentado con tu té, el que tomabas mientras leías tu libro favorito. Sabía que, si alguna frase te recordaba a mí, la marcabas con un separador, para después mostrarla con esa sonrisa tuya que me derretía el alma.
Al llegar al apartamento, dejé las llaves sobre la mesa. Pensé en lo bonito que sería encontrarte allí, esperándome, preguntándome cómo estuvo mi día mientras cocinábamos juntos. Pero no estabas. Caminé directo al baño y me metí bajo la ducha. El agua golpeando el suelo me llevó de vuelta a ese día en que la lluvia nos sorprendió cerca de tu casa. Corrimos a cubrirnos bajo una carpa improvisada. Ese fue un día perfecto. Comimos nuestra comida favorita, reímos como nunca, me besaste como si el tiempo no existiera, y dijiste que me amabas. En medio de la tormenta, hiciste lo más cursi del mundo: me diste un beso empapado de lluvia. Y aunque terminamos enfermos durante días, nunca me había sentido tan viva.
Las lágrimas regresaron, pero esta vez no las contuve. Me rompí ahí, bajo el agua, con los recuerdos cayendo tan fuertes como la lluvia de aquel día. El llanto me dobló las rodillas y terminé sentada bajo la regadera, deshecha, con el frío devolviéndome a la realidad. No sé cuánto tiempo pasó. Solo sé que, cuando el agua se volvió helada, entendí que debía salir, o mi cuerpo terminaría tan vacío como mi alma.
Me puse un pijama cómodo y me recosté. El apetito hace tiempo que se esfumó. Intento comer, al menos dos veces al día, por ti. Porque solías recordármelo con dulzura, ya fuera con un plato frente a mí o con mensajes insistentes. Pero ahora ya no estás.
Horas más tarde, me obligué a preparar algo ligero. Me senté a comer frente al televisor, puse una película cualquiera y, al terminar, dejé el plato en el lavavajillas. Luego fui al baño a cepillarme los dientes. Me miré en el espejo. No me reconocí. Mi reflejo mostraba ojeras profundas y una tristeza que se desbordaba en la mirada. Estaba cansada. Cansada de todo.
Apagué las luces. Verifiqué la puerta. Me acosté en la oscuridad, con una única esperanza: soñar contigo. Porque solo ahí, en ese universo que no duele, puedo verte, sentirte cerca. Ojalá esta vez no despierte. Ojalá, al fin, pueda quedarme contigo para siempre.
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Editado: 24.04.2025