Había sido una semana menos pesada. No mejor, pero sí menos oscura. Como si la neblina interna que me acompañaba se hubiera disipado apenas unos metros. Lo suficiente para respirar sin ahogarme.
Ese sábado, Merlyn me convenció de salir con ella y con Alejandra a una pequeña feria de libros usados en el centro. Yo no tenía intenciones de comprar nada, pero me dejé llevar. Caminar entre puestos, tocando libros que olían a tiempo y papel viejo, me recordó un poco a las caminatas con Tom... pero sin el dolor punzante. Solo con una nostalgia tibia. Suave.
Y entonces, como si fuera parte del guion que la vida escribe cuando quiere sorprenderte, lo vi. Marcos. Agachado frente a una caja de libros apilados, con el ceño fruncido como si buscara una aguja en un pajar.
—¿Otra coincidencia? —dije, sonriendo, cuando me acerqué.
Levantó la vista. Se rió.
—A este paso voy a empezar a pensar que me estás siguiendo.
—No seas egocéntrico —bromeé, y él levantó las manos en rendición.
—Estoy buscando algo específico... un libro infantil que leía con mi hermano. No lo encuentro nunca, pero sigo buscándolo. No por el libro, creo... sino por el recuerdo.
Lo dijo con tanta naturalidad que no supe si abrazarlo o sentarme a buscar con él.
—¿Y tú? —preguntó— ¿Estás buscando algo en particular?
—No. Solo me dejaron libre bajo vigilancia —dije, señalando a las chicas a lo lejos, que nos miraban como si fueran paparazzis encubiertas.
Marcos rió con fuerza. Una risa real, que le encendió los ojos. Y algo en mí se relajó, como si su risa me hubiera dado permiso para sentirme bien también.
—A ver... —dije, agachándome junto a él—. Te ayudo a buscar ese libro fantasma. ¿Cómo se llama?
—El ratón que quería ser nube. Cursi, lo sé.
—Me encanta. Suena exactamente como algo que Tom me habría regalado.
Buscamos entre libros llenos de polvo y tapas rotas. Nos reímos de títulos absurdos, de portadas ridículas, de errores de impresión. Cada chiste, cada mirada, cada sonrisa robada, iba hilando un momento que no pensé que volvería a tener: uno donde me reía sin permiso, sin culpa, sin miedo a olvidar.
Al final, no encontramos el libro. Pero Marcos me compró uno con dibujos torpes y poemas sobre gatos astronautas.
—Para cuando tengas un mal día —me dijo.
Lo tomé, y por un instante, quise llorar. Pero no lo hice.
Porque por primera vez en mucho tiempo... no tenía un mal día.
Editado: 24.04.2025