Llevé la carta conmigo todo el día. No en el bolso, ni entre las páginas de un libro. La llevé en el pecho. En ese rincón donde antes dolía respirar y ahora algo empezaba a florecer.
No le dije a nadie. Ni a las chicas, ni a Marcos. Era mi momento. Mi secreto. Como una joya escondida que no se muestra todavía. La carta no pedía ser compartida, pedía ser comprendida. Y yo... aún la estaba procesando.
Salí a caminar por el parque después del almuerzo. Los árboles estaban empezando a llenarse de hojas verdes, tímidas aún, pero presentes. Como yo. Un niño pasó corriendo con una cometa, riéndose tan fuerte que la risa me alcanzó y me arrancó una sonrisa. No fue por Tom. No fue por nadie. Fue mía.
Me senté en una banca y saqué un cuaderno. Hacía mucho que no escribía sin que fuera un desahogo. Empecé con una frase:
"Hoy no lloré por ti. Y eso no me hace menos tuya. Me hace más mía."
Seguí escribiendo. No sobre la carta. No sobre él. Sobre mí. Sobre lo que estoy sintiendo. Sobre el miedo a soltar y el deseo de vivir de nuevo.
Al terminar, cerré el cuaderno con un suspiro. Me recosté en la banca y cerré los ojos. El viento me acarició la cara, y en ese momento supe que algo había cambiado.
No del todo. No completamente. Pero algo.
Y ese algo, por pequeño que fuera, se sentía como esperanza.
#1350 en Novela contemporánea
amistades que no se rompen, sanacion de corazon y mente, duelo de amor
Editado: 24.04.2025